El viejo cliché afirma que la depresión es un asunto esencialmente nórdico, una cosa de países con noches de seis meses que llevan a sus ciudadanos a encerrarse en casa, y de ahí a encerrarse en esa otra casa que es la cabeza propia, que uno explora y se da cuenta de que está mucho más vacía de lo que pensaba, que en definitiva el mobiliario de estudios, aficiones y experiencias que ha ido atesorando durante años carece por completo de importancia y, así, que no tiene sentido alguno el seguir atesorando, buceando a la busca de la sorpresa o la recompensa. Cliché o no, cierto es que algunos de los trabajos más serios sobre el asunto llegan de las altas latitudes europeas; el último de ellos establece lo que parece ser ya una vinculación definitiva entre depresión y corazón: quienes la sufren ven incrementado en un 40% la posibilidad de padecer una dolencia cardiaca. La ciencia sanciona por fin la vieja teoría romántica, que uno se resistía a desechar por completo, de que cerebro y corazón no son dos órganos distintos sino el mismo órgano formado por dos partes complementarias. Quizá sea este hallazgo tangible, esta cifra concreta, el hecho que lleve de una vez por todas a la conciencia social —y así a la iniciativa política— a darse cuenta de que la depresión no es algo pasajero que se sacude con chocolate o ejercicio o fuerza de voluntad —sobre todo no con fuerza de voluntad—, sino un enemigo en última instancia invencible y que ha de ser abordado como se abordan el cáncer o la diabetes, con atención continuada y recursos acordes a tal atención.
En Esa visible oscuridad, William Styron identificaba depresión y locura. No pocos lo tomaron como una licencia novelística, una hipérbole del dolor para causar mayor efecto dramático. Afortunados ellos. Lo que Styron escribió fue más bien una crónica puntual y fidelísima de la espiral de su infierno, que es el infierno, con matices infinitos, de 350 millones de personas en el mundo.
(El Norte de Castilla, 10/4/2014)