La nómina de títulos a los que Ben Hecht contribuyó con la tinta de su Underwood es tan larga y de calidad tan alta que más que asombro produce suspicacia, y ello para los pocos a los que el nombre les dice algo. Porque hoy, medio siglo después de su muerte, quien fuera considerado > es alguien ante el que el aficionado al cine probablemente guardaría un silencio educado o alzaría una ceja preguntona. Lo cual no viene sino a ser otra muestra del lugar, un gueto indefinido y lejano, crecientemente prescindible, en que se ubica al guionista de cine. Y que a su vez nos lleva a plantearnos el dilema del huevo y la gallina versión séptimo arte: ¿Son los guiones cada vez peores porque los guionistas reciben menos cuidados o reciben menos cuidados porque cada vez escriben peores guiones? Yo le pregunté a Agustín Díaz Yanes, a la sazón presidente de ALMA, si el guionista en España era la puta peor tratada de la profesión de putas que es la industria del cine, por acudir a David Mamet, y me contestó que la frase de Mamet no se acercaba ni remotamente a la situación real: es mucho más lamentable. La palabra escrita no se valora, sea en el campo que sea; como si guiones, artículos, reportajes o novelas surgieran por generación espontánea, y esa falta de reconocimiento produce una erosión inevitable que —y esta es la tragedia— a casi nadie parece importar. Vivimos en un mundo en el que la Información es el único dios existente, un fin en sí mismo, y en el que en la manera de presentarla —explicarla, analizarla— apenas se repara. La novela histórica interesa no por lo que tiene de novela sino por lo que tiene de historia.
Como corresponsal, periodista de opinión, dramaturgo y guionista, Ben Hecht demostró que con las palabras adecuadas la vida —la propia y la ajena— se enriquece, la vida se hace más vida. ¿A qué se dedicaría hoy Ben Hecht? De haber nacido en España, quizá a la abogacía. Aunaría verbo y sueldo.
(El Norte de Castilla, 17/4/2014)