Se han alzado algunas voces rigoristas en contra de la decisión del Papa Francisco de incluir a Juan XXIII en la partida de santificables, junto a Juan Pablo II, que tendrá su consumación el próximo domingo. A Juan XXIII le falta el milagro que los cánones eclesiásticos prescriben para poder acceder a la sublime condición de santo, y los rigoristas de la ley no toleran que Francisco haya dispensado de tal necesidad. Uno sugeriría modestamente a los rigoristas que atendieran un poco más al espíritu de los cánones y no tanto a la letra estricta. La ley que en letra se queda al final deviene injusta, como la novela que se queda solo en peripecia al final deviene aburrida, y no se debería cometer una injusticia así con quien al fin y al cabo todavía hoy se le conoce como >.
Por otro lado, no hay que bucear mucho en la biografía de Juan XXIII para encontrar un logro con la categoría de milagro: salvó de las cámaras de gas a varios cientos de judíos, aunó voluntades entre anglicanos, protestantes y ortodoxos, abrió los brazos a otras confesiones y estas aceptaron el abrazo en un momento en que nadie lo hubiera creído posible. ¿No son milagros bastantes? Cabe pues sospechar que la oposición de los rigoristas se deba más al subtexto de la concesión que a la concesión en sí. Al santificar a Juan XXIII el Papa Francisco está sancionando oficialmente la igualdad a que la Iglesia debe aspirar, el ideal que supondría abolir las jerarquías eclesiásticas y darle a los fieles la presencia real que merecen. Indirectamente está impulsando el que él considera su proyecto y deber primero. Y esta equiparación es lo que los rigoristas —todos altos cargos— no toleran. Francisco quiere ser el Papa del pueblo —Juan Pablo II fue el Papa viajero, que es distinto—, pero le queda todavía mucho que luchar. Las intrigas en la Casa Blanca son un juego de niños comparadas con las del Vaticano.
(El Norte de Castilla, 24/4/2014)