Se está prestando mucha más atención a la semántica inmediata del bananazo —el racismo existente en los campos de fútbol— que a la respuesta de Alves, cuando es de la respuesta de donde más enseñanzas pueden extraerse. Que hay racistas en el fútbol —y en la política, y en las discotecas, y en las comunidades de vecinos— ya lo sabíamos. Lo que no sabemos es comportarnos con ellos con la inteligencia del lateral del Barça. El gesto de Alves fue una suerte de espontaneidad surrealista, un eureka genial y súbito que dejó a toda la barra brava del Villarreal con la boca abierta y el insulto mudo. Alves les rompió el escaparate de la furia sin despeinarse, con esa soltura y gracia naturales que solo poseen los futbolistas brasileños y las bailaoras de Jerez, con la confianza de quien se sabe en poder de la razón y que no va a amargarse porque el de enfrente no lo escuche. Aun sabiendo que nadie le reprocharía la reacción frontal, el insulto a la barra brava o el abandono del campo, como han hecho muchos otros antes que él, Alves prefirió optar por la ironía, incluso aunque el racista del bananazo no llegara a comprenderla bien, y de paso nos dio a todos una lección de inteligencia práctica y moral camusiana. El insulto de respuesta lo habría descentrado para el resto del partido, o le podría haber supuesto una tarjeta si hubiera lanzado el bumerán frutal de vuelta: justo lo que el racista pretendía. Pero no. Mejor el mordisco espontáneo, el estoicismo irónico y sorprendente. Porque la indiferencia absoluta podría haber sido otro camino, pero la indiferencia es probable que se le hubiera quedado dentro a Alves y al final perturbado, minorado de algún modo; con el mordisco a la banana no dejó que el rencor comenzase su labor de termita y pudo seguir jugando tranquilamente. Y la coda tras la ducha, como broche verbal: >
(El Norte de Castilla, 1/5/2014)