Es probable que no exista otra creación humana que aglutine sensibilidades tan dispares, ni tan masivamente. Ninguna capaz de abolir las fronteras de clase, geográficas, educativas o de género con tal autoridad y eficacia. No es que el fútbol haya sustituido a la religión: es que es todas las religiones en una: de 270 millones de incansables fieles, cuyos sacrificios, a diferencia de los prescritos por las confesiones, son voluntarios, pero no por ello menos observados, muy al contrario. Algunos de estos sacrificios alcanzan cotas de delirio: solicitar un crédito para poder comprar un billete de avión y ver una semi del equipo propio en Turquía, andar descalzo desde casa hasta el estadio para así convocar a los astros favorables, ponerle de nombre al hijo Lioneliniesta, todo junto, para rendir tributo a los ídolos. El que Cristiano se cambie de izquierda a derecha la cresta engominada inclina más la moda que cualquier colección de Dolce & Gabanna. Mi hermana ha estado recientemente en Gambia y allí comparten dos cosas: la pobreza y el fútbol. Los niños no tienen zapatos ni agua potable pero todos conocen a Messi. ¿Cómo explicarlo? La locura, incluso la locura consentida, es imposible de explicar.
Y lo más inexplicable es que la saturación no parece afectar al fervor del fiel. ¿A quién le importa la dudosa contabilidad de los equipos, la gruesa zafiedad de muchos de sus dirigentes? El fúbol tiene bula legal y en buena medida moral, y mientras la pelota siga rodando quedará margen para la comprensión. El fútbol es el mayor filtro de relativismo: Berlusconi y Jesús Gil pudieron seguir en la pomada porque avalaban los colores de unas camisetas rayadas y, al avalarlos, daban sentido a una buena parte de la vida de mucha gente. (Reducir el fenómeno al plano económico, como se ha hecho, es no entender nada.)
Dicho lo cual, uno se alegra por sus amigos atléticos y lo lamenta por sus blanquivioletas.
(El Norte de Castilla, 22/05/2014)