La iniciativa del ministro Caamaño por hacer más comprensible el lenguaje jurídico a los ciudadanos ha suscitado en los medios de difusión un interés similar al obtenido por la reciente Copa del Mundo de Ajedrez celebrada en Rusia. Y es una lástima. Pues si hay una urgencia imprescindible cuya subsanación ayudaría a lograr ese empeño tan loable como lejano de > la justicia – esto es, de hacerla más justa -, es la de que el ciudadano, justiciable hipotético o de facto, sepa qué se está tratando en el proceso en que se ve o puede verse envuelto. El ministro aconseja a jueces, fiscales y abogados abstenerse de usar términos oscuros o crípticos en la redacción de sus textos, y pegarse al lenguaje común siempre que sea posible.

Pero el problema no es solo el posible oscurantismo expresivo de los profesionales del derecho; el problema es que el lenguaje común es cada vez más pobre, y que el derecho, como ciencia que es, maneja un léxico cuyo significado no siempre coincide con el que le damos en el lenguaje común, así por ejemplo el concepto de ensañamiento. La causa de la incomprensión, pues, hay que buscarla también en la escasísima cultura jurídica de que gozamos los españoles. La causa hay que buscarla en las escuelas. Y en este sentido la enseñanza, en la etapa de educación secundaria, de un léxico jurídico básico, con sus matices y particularidades, resulta imprescindible: al fin y al cabo es con palabras que se articulan las leyes que nos gobiernan. Tal enseñanza ayudaría a formar ciudadanos más autosuficientes, con mayor capacidad crítica, capaces de exigir con mayor precisión y rigor lo que en derecho quizá merezcan: en suma, ciudadanos más libres. Y se supone ese el objetivo. ¿No tiene cabida una disciplina así en la tan pimponeada Educación para la Ciudadanía? Parece bastante más lógica que muchas de las que proponen los planes de estudios.

Por cierto, que la enseñanza del ajedrez quizá tampoco fuera ociosa.

(El Norte de Castilla, 6/8/2011)