Para quienes nacimos con la Constitución, quienes con la caída acabábamos de cumplir la primera década de asombro, el muro era una cosa de película de espías, una línea que separaba buenos y malos, aunque sin tener muy claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos, o por qué (al menos yo no lo tenía claro: el verano anterior había aplaudido rabiosamente la derrota en baloncesto de USA frente a la URSS en la Olimpiada de Seúl). Lleva un tiempo darse cuenta de que buenos y malos, Oeste y Este, son solo falsas, manejables reducciones, que no hay buenos y malos, o más concretamente que los hay en ambos lados, y que la realidad en último término a todos se nos escapa, seamos o no niños de diez años. Y más que a nadie se les escapaba a los berlineses que vivían > (expresión equívoca, pues para ellos detrás del muro vivíamos nosotros). Las imágenes de archivo nos muestran los rostros hechizados, atravesados de fascinación y asombro, de incredulidad y precaución. ¿Todo esto se estaban perdiendo? Helados de colores, panes con forma de ocho, tabaco americano en máquinas plantadas en mitad de la calle… Y lo tenían ahí, tan cerca, tan brillante, tan… disponible. Cómo podían haber esperado tanto. La furia para con los gobernantes que les habían privado de todas esas maravillas durante casi cuarenta años, hecho vivir en una mentira triste y gris, fue inmediata y visceral. Claro que no hizo falta mucho tiempo para darse cuenta de que los helados y el tabaco no eran sino espejismos: una realidad con sus propios, inflexibles parámetros de crueldad, donde los marcos orientales no alcanzaban más que para comprar medio ocho de pan, o sea un cero. Alemania, y con ella media Europa, cambió una dictadura política por una dictadura mercantil, menos visible pero no menos presente. El sueño tenía un precio, y era un precio que no dejaba de inflarse.
La más perfecta metáfora de este cambio, y la mejor muestra de la capacidad adaptativa de los berlineses, la da el propio muro. Tras la apertura y los grafitis ingenuos y emotivos, alguien tuvo la genial idea de recoger del suelo un pedazo de hormigón y ofrecérselo a algún rico occidental, que así se llevaba un ladrillo de Historia para poner en el salón de su casa, encima del hogar, y de paso aplacaba su vago complejo de culpa. Hoy sabemos que si se juntasen todos esos pedazos de muro vendidos, este alcanzaría la longitud de una pequeña muralla china. Lo que desazona pues es que solo haya dos posturas extremas: o el estatalismo férreo o el liberalismo inclemente. Veinticinco años mása tarde, Berlín, faro de la supuesta Europa unida, panestatal, marca el compás del capitalismo cosmopolita, y es uno de los principales agentes que sostienen ese otro muro, Norte/Sur, intangible y global, que es la frontera del hambre.
(El Norte de Castilla, 13/11/2014)