Viendo ‘Falso culpable’ de Alfred Hitchcock, gozándola, asombrándose con ella tras más de cincuenta años de su realización, una idea peregrina ronda por tu cabeza tratando de explicar tanta genialidad: con ese equipo técnico y artístico las cosas debieron ser más fáciles; con el director de fotografía que modula un blanco y negro que alcanza la metafísica; con los responsables de iluminar cada escena, cada rincón, cada sombra; con el montaje que fluye como un río silencioso e imparable; con los actores, ese Henry Fonda de zancada insuperable cuya mirada encierra largos párrafos interiores; con la música de Bernard Herrmann, capítulo aparte.
Sí, Hitchcock encontró grandes colaboradores. Pero muchos de ellos fueron cambiando de una obra a otra. Y en cualquier caso hay una serie de decisiones que hacen a esta película grande, independientemente de quién las tomara. En primer lugar, el punto de vista de la historia. La anécdota es real, lo que debió de traer dudas al director, acostumbrado a encumbrar la inverosimilitud. De hecho hay un curioso prólogo -la firma del autor- en que Hitchcock nos pone en guardia sobre esa raíz real que puede cortar su vuelo. Y la anécdota de la que parte es pobre, dos atracos de pocos dólares con un sospechoso que tras lidiar con policías y jueces acaba probando su inocencia. Estrategia a seguir: el drama está dentro del personaje, en su vida vulgar quebrada, en su pequeña y frágil parcela doméstica sometida a un huracán. Hay que mostrar lo que hay dentro de él, contar la película en primera persona.
Segunda decisión: cómo abordar visualmente el “yo”. No queda más remedio que trabajar el plano subjetivo, el que coloca la cámara en los ojos del protagonista. Es una opción arriesgada, que mutila el cine de los muchos puntos de vista, pero que aquí se ejecuta con rigor y sin abuso. La escena en que entramos con el protagonista en su celda, y nos encierran con él, y enloquecemos como él, nunca se puede ya olvidar.
Tercera decisión: transmitir al espectador la tragedia que se vive en el interior del personaje sin que éste deje de ser un hombre callado, modesto, religioso. Mostrar, y no decir. Aquí deslumbra la interpretación de Henry Fonda, su capacidad de representar en negativo, desde el interior atormentado que sólo aflora en la mirada y en la ausencia de gestos. Y como apoyo tan imprescindible como la interpretación, la música, una partitura excelsa que nunca desborda las imágenes, que puntea desde el margen, que ambienta y narra, y que se permite sólo dos estallidos: cuando pierde el control el hombre en la celda (y la cámara baila al compás de la música, dibujando la espiral de ‘Vértigo’), y cuando la mente de su mujer se quiebra con la facilidad de un espejo. En estos tiempos en que tantas obras se envuelven en una banda sonora atronadora e insustancial, esta partitura, y su uso, debería ser de visión obligatoria en todas las escuelas de cine, y también, qué coño, en todas las productoras.
Cómo no iban a idolatrarla los jóvenes turcos del Cahiers, cómo no iban a darle todas las estrellas de su innovadora tabla clasificatoria que luego todas las revistas han ido imitando hasta hoy. Esa devoción por Alfred Hitchcock tiene uno de sus hitos en el libro de entrevistas que François Truffaut le dedicó en 1966, titulado como esta nota. En el capítulo dedicado a ‘Falso culpable’ el diálogo se enreda sobre las posibilidades de poner en escena la obra reforzando su verosimilitud, y Truffaut, más partidario de los planos objetivos, va acorralando poco a poco a Hitchcock, que harto de tratar de discutir los argumentos de su entrevistador, concluye: “Pero, dígame, ¿pretende hacerme trabajar para las salas de arte?”.