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Hoy empieza todo

París

No es casualidad que al menos cuatro de las películas programadas en el ciclo de la ‘Nouvelle vague’ centren muchos de sus escenarios en la capital francesa. Hay algo más que aprovechamiento del lugar que conocen los cineastas y en el que van a rodar. Su mirada enmarca, enuncia, dice, tiñe la ciudad. El arranque de ‘Los cuatrocientos golpes’ es bien explícito, sobre los mismos títulos de crédito: travellings en las calles resbalando sobre edificios grises o naves industriales, siempre coronados por el pico de la torre Eiffel, una especie de campanario laico que por fin la cámara alcanza cuando llega el nombre del director, al que guarece entre las patas de la mole. Luego la cámara se aleja en busca de Antoine Doinel. También “París nos pertenece”, de Jacques Rivette, (que podría ser la obra fundacional del movimiento, pues se rodó en 1957) arranca con la entrada a París en un tren que se desliza entre traseras de edificios y tapias, un paisaje sórdido. Y en fin, qué decir de ‘Al final de la escapada’, que popularizó para siempre los Campos Elíseos pregonados por la voz cantarina de Jean Seberg. O ‘El signo del león’, el debut de Eric Rohmer, que encierra a su protagonista en un París desierto por las vacaciones, del que solo queda el esqueleto de las calles y la vida de los desposeídos.
¿Hay ciudad más cinematográfica que París? En el salon Indien del Gran Café, en el bulevar de los Capuchinos, tuvo lugar la primera proyección; los niños jugando en los jardines de las Tullerías formaron parte del programa inaugural de los Lumière; en sus alrededores se instaló el primer estudio y el primer mago, Georges Méliès; e inmediatamente la ciudad fue protagonista de multitud de obras que la observaron o inventaron: pintoresca y complaciente en ‘Bajo los techos de París’ de René Clair, corazón indestructible de los amantes con las célebres frases de ‘Casablanca’. Ciudad romántica, bohemia, artística, intelectual, sofisticada, popular…, también la ‘Nouvelle vague’ quiso labrar sus adjetivos, alentada por el asalto de las calles que le enseñó el neorrealismo italiano, y por las posibilidades técnicas de las nuevas cámaras, más ligeras.
Y no es, sobre todo en estos comienzos, una mirada amorosa ni complaciente. Jacques Rivette la recorre sin cesar, y sin fijeza, con una cámara que entra y sale de habitaciones lúgubres, que viaja por calles extrañamente vacías, tejiendo una nube negra de angustia, una naúsea sartriana que deriva hacia conspiraciones inconcretas que rozan la psicosis. Es la obra que mejor refleja la atmósfera existencialista que imperaba entonces en muchos ambientes intelectuales. A Godard sus calles le sirven como escenario de desplantes y travellings provocativos, pero también son el cauce por donde discurre el universo nihilista de su protagonista que desembocará en muerte y autodestrucción, y esa sería la lectura moral que el cineasta quería desplazar irónicamente hacia sus piruetas (“un travelling es una cuestión de moral”). Truffaut casa la amargura de su primera película con la búsqueda de los chavales que sólo se encuentran libres cuando huyen de padres y profesores, marchando por las aceras, bajando las escaleras de Sacre-Coeur. Y por fin Rohmer, siempre racionalista, espera el momento oportuno del verano para desnudar la ciudad y convertirla en un cementerio.
Luego cada cineasta, ya entregado a su carrera divergente de los demás, volvería con estilo más personal a París, una y otra vez. Incluso Rohmer la vuelve a crear digitalmente en ‘La inglesa y el duque’, y hubo además una fusión colectiva de estos cineastas sobre la ciudad que los vio nacer artísticamente: ‘París visto por…’, una obra al estilo de los sesenta en que seis componentes del movimiento troceaban la ciudad en episodios. Recuerdo su estreno en el cine Coca, pero no la he vuelto a tener delante desde entonces. Ahora puede ser la ocasión de buscarla, la propina parisina de este ciclo.

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