Viernes 7 de octubre, media tarde y aún el sol calienta. La Hontanilla, en el valle del Clamores, junto a la recién restaurada muralla. Decenas de chavales, la mayoría quinceañeros, se concentran en la zona con bolsas en las que acarrean bebidas. Una piedra cae desde la zona de los focos que iluminan el trazado amurallado medieval e impacta en una joven. La sangre y el susto provoca que los jóvenes llamen a la policía que se interesa por el incidente y acude al lugar. Pero la fiesta continúa, ya con el relevo de mayores de edad, que los pequeños se van a casa. El episodio es tal cual, supongo que similar a otros que ocurren durante todos los fines de semana en ese y otros sitios declarados de forma expresa por los jóvenes –y tácita por las autoridades– como ‘zona libre para botellón’.
Decía hace años un juez de la ciudad que este problema de la concentración de menores o de mayores imberbes era más llevadero en Segovia que en otros lugares, habida cuenta del clima tan duro de esta tierra; vamos, que lo que no podía solucionar la ley y sus vigilantes lo arreglaba una buena helada, nevada o parecida situación meteorológica. Yo pensaba que si el frío puede con ellos, pues bendito, que debía despreocuparme y no ser un padre tan agorero, sobre todo porque mis hijas aún eran muy crías. Ahora que veo que crecen y que el tiempo acompaña, a su señoría también le han quitado el argumento y, como a mí, me han henchido de preocupación e inquietud.
Mas no se aflijan, que el Ayuntamiento ha dado con la respuesta a tanta turbación. Dice el alcalde, Pedro Arahuetes, que «nosotros limpiamos, no podemos educar». Bien, no se alteren que los kilos de basura desaparecen, que ahí la eficiencia es alta. Pero nada más. ¿Dónde queda aquello que enseñan en las facultades de Derecho o en las escuelas policiales que es más importante prevenir los delitos que castigarlos? ¿Dónde queda la sacrosanta protección de los menores? No, de eso nada, de hacer cumplir la ley, nada de nada, nosotros a limpiar, a fijar la barbarie y a dar esplendor a los derechos de unos –la inmensa mayoría de ellos no paga impuestos o los pagan sus padres– sobre otros, esos que son tan raros que a las cuatro de la mañana les molestan unas vocecillas candorosas y puras o, si son paseantes matinales del extraordinario cinturón verde que rodea el recinto amurallado, les incomodan algunas bolsas o latas que los chavales no han acertado –por auténtica mala suerte– a depositar en un contenedor. Que los angelitos no son los hermanos Gasol, vaya, y a veces no atinan con los residuos.
Los agentes municipales dicen no atreverse a intervenir por temor a que no se hagan con ello, que los devotos del botellón son muchos y la policía, que es cierto, tiene escasos efectivos. Pero habrá otras soluciones; algo se les ha de ocurrir a los cabezas pensantes de lo público, que para eso se presentan con tanto ímpetu a unas elecciones detrás de otras. Creo que se arreglará de la forma que hacemos las cosas: a la tremenda. Será ese día en el que la piedra se torne en losa que destroce a alguno de los barbilampiños con sudadera de capucha o a alguna de las muchachas, también con sudadera, que lucen hormonas a flor de piel y que pueblan los fines de semana las zonas sin ley. Entonces se apelará a la mala suerte, al infortunio, a esas cosas que los políticos consideran asuntos sobrevenidos, como si desconocieran el alto porcentaje de posibilidades de que suceda.
Entonces, lloraremos y algún padre en su sano juicio y con las suficientes ganas de pelea, se irá un juzgado a tratar de luchar contra la impunidad de nuestros representantes. Y le dirá al juez, que el tiempo ha cambiado y que esto es el verano de nunca acabar.