Aún hoy tienen oportunidad de ver la lunita de enero, esa tan bonita como los ojos de las chicas segovianas. Cuando lean esto todavía quedarán unas horas para contemplar la belleza de las noches del primer mes del año, si el tiempo lo permite. La canción lo dice y como los niños y los borrachos las tradiciones siempre dicen la verdad. Y a mí todo esto me provoca una melancolía que confío en que se me pase mañana con la llegada de febrero que, por cierto, en esta ocasión es protagonista al estar todos inmersos en un bisiesto.
Esa jota, como bien saben ustedes y no hace falta que les cuente, es toda una declaración de amor. Desde el ¡ay segoviana cuánto te quiero! al por tí me muero, la canción refleja un entusiasmo contundente, un estado de ánimo de enamoramiento que, miren qué cosas pasan, es el mismo que parece se vive en el Ayuntamiento de la ciudad. Tan dulce parece la relación entre los grupos que, perdonen que exagere, dicen que los plenos no son aptos para diabéticos. Se quieren, que se adoran; se gustan y están encantados los unos con los otros. Y eso transmite tranquilidad a los ciudadanos, que piden más gestión y menos palabrería.
Lejos quedan, aunque solo han pasado seis meses, los tiempos del anterior mandato, el inconcluso de Arahuetes y finalizado por Clara Luquero. Allí no volaban los ceniceros, porque ya no había, pero los cuchillos se lanzaban en forma de miradas y con palabras no gruesas, pero sí poco amables. Recuerden aquello de usted me cae mal o el empleo reiterado de que todo lo que decía el jefe de la oposición era mentira. Nada de estar en un error, tener disparidad de criterios o tratar de enriquecer el debate político. No, no: es mentira porque lo digo yo y punto.
Pues, ahora, lo que son las cosas, se profesan amor entre los dos principales partidos a la luz de la lunita de la Plaza Mayor. La alcaldesa y la portavoz del PP, Raquel Fernández, han desterrado la inquina que se regalaban sus antecesores para evolucionar hacia modos más civilizados. Se llevan bien; no se caen mal como se oía en el salón de plenos, en una expresión de adolescentes los viernes por la tarde en los arcos del Acueducto. La afabilidad ha triunfado. Pues mucho mejor, que las maneras anteriores de quien la tenía más larga –la lengua, claro– no se corresponden con estos tiempos de buscar soluciones a los problemas.
La espontaneidad se ha perdido, de acuerdo, y a la prensa canalla le hace falta algo más de viveza y no tanta paz y amor con los dedos corazón e índice estirados. Pero que se fastidien los medios y busquen otras tajadas que llevarse a la boca. Nos aburrimos, pero ganamos en sosiego y en posibilidades de que la ciudad se centre en resolver sus problemas y no en mirar donde está aparcado el coche del alcalde. Desterrada la vehemencia masculina, vamos a lo práctico femenino.
Sin embargo, tanta cordialidad ejemplar seguro que a alguno le huele a pose más que a sinceridad y le suena a principio de noviazgo donde la vida se ve de color de rosa, los pajaritos cantan y las nubes se levantan. Porque cuando se vaya hoy la lunita de enero puede que vengan malos tiempos en los que se deteriore la relación, que la convivencia es complicada. Aún más desde mañana, febrero, que ya saben que año bisiesto, año siniestro. Y no quiero asustarles ni asustarme.