En un lugar de Segovia, de cuyo nombre quiero acordarme y me acuerdo, no ha mucho tiempo, algo menos de dos años, abrió un negocio de los de producto antiguo y beneficios flacos. Una librería café para más exactitud, en la que beber libros y hojear cafés. Judith, Jesús y Carlos, valientes hidalgos ellos, se instalaron junto al Acueducto, enmedio de ollas de algo más cerdo que vaca. Frisaba la edad de nuestros osados con los cincuenta años y los sobredichos, tenían muchos ratos que estaban ociosos por un asunto llamado desempleo.
Se daban a leer libros con tanta afición y gusto que decidieron que podían vivir de su venta en estos tiempos intempestivos de los aparatos. Y llegó a tanto su curiosidad en esto que vendieron muchas hanegas de lo ganado para comprar libros en que vender. Y así llevaron a su tienda todos cuantos pudieron haber dellos. Pasó el tiempo y en la calle Teodosio el Grande, ilustre emperador nacido en la antigua Cauca, la bella Coca, consolidaron su locura con la visita de grandes plumas que hasta alegraron las recias piedras del Acueducto.
En otro lugar de Segovia, de cuyo nombre quiero acordarme y me acuerdo, no ha mucho tiempo, apenas un año, también abrió un negocio de los del maldito papel ese de galgo corredor. Un librería de viejo para ser más concretos. César, librero que antes fue hidalgo de la olla y de lentejas los viernes, siguió con la narración que inició en la calle Escuderos y continuó en la de Desamparados para escribir por ahora el último capítulo y elegir con tino una calle vinculada a los libros, Grabador Espinosa, en la que perdían el juicio por instalar las máquinas del demonio de hacer libros.
Era una calle en la que confiaban en que tantos se dieran a leer libros, que en dos siglos su prolongado desnivel se llenó de imprentas. Llamada de la Potenda, allí estuvieron –reza el cartel en la puerta del pobre caballero antes cocinero que ha tiempo que perdió el juicio por los libros– hasta ocho. Y allí vivió María Zambrano, sufridora de nostalgia al recordar una de las calles más bonitas de esta nuestra ciudad que de tal manera la razón enflaquece, que con razón nos quejamos de la suya fermosura.
En otro lugar de Segovia, de cuyo nombre quiero acordarme y me acuerdo, aún no habita entre sus muros un nuevo hidalgo, pero está a punto. De los de insistencia en negocio añejo, llega de los Reales Sitios alado como Ícaro para ubicar decenas de esos peligrosos, por resentidos, artilugios hechos de papel y tinta. Junto a la Catedral, la gran dama entre las Dulcineas de la ciudad, Juan Carlos se afana estos días en no quedarse en rey emérito de los valientes que se enfrascan tanto en la lectura que se pasan las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio.
Decíanse los tres: si nosotros por malos de nuestros pecados, por nuestra buena suerte, nos encontramos por ahí con algún gigante tecnológico, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes del papel, y le derribamos de un encuentro, o le partimos por mitad del cuerpo, o finalmente, le vencemos y le rendimos ¿no será bien tener a quién enviarle y se hinque de rodillas ante mi dulce señora y diga con voz humilde y rendida: yo soy el gigante a quién vencieron en singular batalla los que osaron montar una librería? Viva pues el libro y sus valientes.