Alcalde, concejales, peñistas, reina, damas y hasta rey de las fiestas, amén de guardia civil, prensa y demás fuerzas vivas. Y un cura negro para aderezar con un toque aún más allá la escena que hubiera firmado, y seguro también filmado, Berlanga, con todo el cariño del mundo.
Ocurrió, no en una época lejana ni en otra era, que dirían mis hijas, sino ayer en Valsaín. Todos reunidos para homenajear a la gente mayor de una de las dos mitades del paraíso del Real Sitio de San Ildefonso. Allí estábamos nosotros, los actores de la escena, metidos en la interpretación de nuestro papel, tan cierto como la vida misma. Un papel de la España real, esa que no se plasma en decretos.
Pensaba en Berlanga, en que este alma de Valsaín le hubiera encantado. Su aspecto de desordenada aldea gala; sus talanqueras para los encierros que ni una manada enloquecida de búfalos podría derribar y, sobre todo, el ‘skyline’ de su sierra –ya saben, esa que en los telediarios llaman de Madrid– hubiera vuelto loco al genial cineasta. Y a cualquiera en su sano juicio: porque convertirse en galo, ver esos maderos y mirar la sierra es para enajenarse de disfrute.
Pero con todo, con sus cosas que nos llaman la atención, esta es la España real, no la oficial;es la que existe repetida en miles de municipios, aunque nos cuenten que estamos abrazados a no sé qué narices de modernidad. Que no, Monedero, –en Valsaín te conocen, creo– que es la realidad que te supera y es más hermosa que las teorías de universidad.