Artículo de César Pérez Gellida, publicado en El Norte de Castilla el 31 de marzo de 2014
Se aproxima una fecha importante: el 8 de abril Nacho Vegas publica su último trabajo, Resituación.
Soy poco mitómano, o eso creo, pero si tengo que reconocer alguna excepción, estas se concentran en el universo de la música. Me vienen a la cabeza Brian Molko, David Gaham, Bunbury y este asturiano de mirada tan incierta como cargada de pesadumbre. A Nacho Vegas le rodea un halo arcano que funciona como un anticipo de las letras de sus canciones, porque en su música todo es lo que parece y nada es verdad. Quizá por eso me genera tanta admiración, porque me lo creo como persona.
Vale, es posible que hoy me haya tomado un par de crianzas de más, pero como le decía al principio, el acontecimiento lo justifica.
Ahora permítame que aproveche la calentura para hablarle de esos dos impostores –como definía Kipling– que son el éxito y el fracaso. Me ha hecho pensar en ello la reciente pérdida de Leopoldo María Panero, el poeta del que tanto se ha hablado últimamente, ese que, como otros antes que él, ha pasado de loco a genio en el mismo momento en el que su corazón ha dejado de latir. Porque con esos que destacan y nos cuesta entender los motivos preferimos esperar a que estén bien muertos para otorgarles el reconocimiento que merecen. Y porque los mortales tendemos a elevar a la categoría de dioses a los que vivieron más cerca del infierno que del cielo, dejando su legado en un segundo plano. Legado como el que nos dejó Panero, o como el que nos está regalando Nacho Vegas.
Con un vino más empezaré a creer que todo esto se debe a que, en realidad, nos gusta mucho más el olor del azufre que el de las nubes, que no huelen.
Personalmente, y como él dice en su canción sobre Michi Panero, me encantaría poder contar que casi conocí en una ocasión a Nacho Vegas.
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