Un accidente laboral, de ésos que se han reducido a la mínima expresión –no por accidente, sino por laboral- le dejó la injusta carga de una paraplejia que le privó de volver a sentir su mitad de abajo. Se despidió de sus pies vivos, de sus tejanos de sábado y se convirtió en sedente por los siglos de los siglos.
Han pasado siete años y Manuel Bello mueve su vida en una silla de ruedas. Se enfrenta a monstruos terribles en forma de bordillos que le repelen, de vehículos que le miran por encima del hombro, de malévolas escaleras sin rampa lateral que le empujan, y le derriban, y se descojonan y se despeldañan de todos aquellos que piden paso para sus miembros heridos. De vez en cuando, escaleras y bordillos corean un ‘quesejodan’ como el que la diputada Andrea Fabra dedicara a los parados, convertido ya en un himno latente contra el pueblo: desempleados, funcionarios, pensionistas, estudiantes, científicos, inmigrantes, expatriados, desahuciados, afectados por las preferentes, artistas y enfermos.
Hace un año que Manuel Bello está más jodido que antes. A su inmovilidad se le adhirió una úlcera por decúbito en el sacro tras una estancia hospitalaria. Una pequeña herida que le iba a ser operada de inmediato. 370 días más tarde, ésta ya había crecido casi tanto como su indignación, acodada en la lista de espera de los ‘quesejodan’.
Y mientras la úlcera se comía a Manuel y las heridas del pueblo devoran al pueblo, nos pasamos alegremente del presupuesto en la pelea bochornosa por los Juegos Olímpicos, vitoreamos a defraudadores porque son héroes del balón y resoplamos cuando las caderas reales son más importantes que el menisco de una limpiadora.
Sí, nos pasamos el día resoplando, soltando demonios contra los bancos, los políticos, los ladrones de guante blanco, la jeta de algún sindicato, las compañías eléctricas, las de telefonía… Pero seguimos sentados incubando una úlcera por decúbito que nace en la rabadilla y atraviesa el corazón. ¿Hasta dónde ha de llegar para que gritemos? ¿Hemos sobrepasado ya el umbral del dolor y el de la humillación? Del tormento del pueblo nacían las revoluciones. Sí, los hombres las inventamos pero parece cierto que no sabemos qué hacer con ellas. Esperemos que se cumpla eso de que las revoluciones no se hacen, llegan. Y esta vez también tenemos poco que perder salvo nuestra condena a la paraplejia y nuestras heridas por inmovilización.