¡No vale!
Pedro Carasa
El maestro de escuela de mi pueblo tuvo que responder a un niño de primaria que le preguntó por qué había reyes, policías, jueces, ministros, diputados, políticos o alcaldes. Se esforzó en transmitir a su curioso aprendiz que todos esos personajes y las instituciones que representan, la monarquía, las fuerzas de seguridad, los tribunales, el gobierno, el parlamento y los ayuntamientos, sirven para redactar la ley, necesaria para ordenar nuestra convivencia humana, sin necesidad de solucionar los problemas con la violencia o el uso de las armas.
Es como cuando vosotros jugáis al escondite o a la rayuela –decía-, sabéis que los juegos tienen unas reglas y que para jugar hay que aplicarlas; si algún niño se las salta, los otros le dirán ¡No vale! Es lo que hay que hacer para poder jugar, porque, si no, protestamos, nos pegamos o dejamos de jugar. Cuando te regalan un juego de mesa como el parchís o la oca, además de las fichas, los paneles y los dados necesarios, siempre trae unas instrucciones que hay que leer antes y aplicarlas para que el juego funcione, sólo así nos entendemos todos y nos divertimos.
El maestro siguió explicando que, debajo de todos esos ilustres personajes y de tan pomposas instituciones en las que vivían los políticos, había sólo un principio muy simple que todos tenían que defender: una ley o regla que todos deben aceptar y cumplir para entenderse. Si no existe esa ley común, cada uno pretendería imponer sus intereses particulares por encima de los demás. La ley debe ser acordada por los representantes y todos los ciudadanos tienen la obligación de conocerla y de cumplirla para vivir juntos en una vecindad, en un pueblo o en una nación. Si alguien no quiere obedecerla se le apartará de la sociedad. Hay personas o tribunales que se encargan de castigar o retirar de la convivencia a los ciudadanos que no acepten las reglas acordadas por todos.
La ley está escrita para defender los valores que el conjunto de esa vecindad, esa región o ese país consideran que son comunes e importantes para convivir. Por ejemplo, que todos seamos iguales, que a todos se les den medios suficientes, que haya justicia en el reparto de bienes, que no se falte al respeto a los demás, que los intereses comunes valgan más que los privados. Esa ley común general (por ejemplo, una constitución) puede cambiarse siempre que todos acuerden hacerlo, según unas condiciones pactadas, pero no puede reformarla cada uno por su cuenta sin contar con los demás.
El maestro volvió a explicar a su querido e inquieto escolar la función de la persona del rey, del juez, del ministro, del diputado y del alcalde. A esa vecindad o comunidad política en que vivimos la hemos llamado ayuntamiento, comunidad autónoma, juzgado o nación, y están dirigidas por personas como Colau, Puigdemont, Pablo Iglesias, Garzón o Felipe de Borbón. Estas personas deben ser respetadas como las instituciones mismas. El conjunto de esas organizaciones juntas forma lo que llamamos Estado. Se ha construido a lo largo de la historia en numerosas culturas y épocas, desde los moradores de la cueva de Altamira, pasando por las civilizaciones de Grecia y Roma, siguiendo por los Imperios de Carlomagno y Carlos V, continuando por los Reinos de Borbones y Saboyas. Lo llamamos Estado de derecho, y ha sido definido por todas las constituciones, desde la liberal de Cádiz en 1812 hasta la democrática de 1978.
Al principio ejercían el poder individualmente lo chamanes o sacerdotes en nombre de Dios. Luego se impusieron las familias dinásticas que gobernaban como reyes. Las revoluciones de fines del XVIII establecieron que había que ordenar la convivencia política en una organización civil regida por unas leyes comunes para que todos convivan libre y democráticamente.
Se acordó que el Estado debía organizarse en tres tareas dedicadas a elaborar, aplicar y exigir la ley. Montesquieu los definió como los tres poderes del Estado: El primero era el poder legislativo compuesto por unos representantes del pueblo para redactar las constituciones, las leyes y los códigos; el segundo es el poder judicial encargado de hacer cumplir esas leyes y de castigar y separar a los que nos las cumplan; y el tercero es el poder ejecutivo que tiene que gobernar el país y administrar los intereses de todos los ciudadanos según dicen esas leyes. Pero fíjate bien, insistió el maestro, debajo del parlamentario, del juez y del ministro, que representan esos poderes del Estado, sólo hay un fin: que haya una ley, que se haga cumplir y que se gobierne de acuerdo con ella. Todos esos personajes solo existen para que la ley haga posible nuestra vida en común y sea la base de nuestra convivencia política. Es la única forma de evitar que se imponga la violencia en nuestra vida.
Continuó el maestro explicando a su atento niño, que la ley y el Estado solo buscan asegurar la vida de los ciudadanos. Todos los habitantes del país son los que tienen la capacidad de elegir a los diputados, son ellos los que poseen lo que se llama soberanía, la única que puede redactar las leyes y obligar a obedecerlas. A eso se llama democracia, el gobierno del pueblo, encargado de proteger y asegurar los derechos fundamentales de la justicia y la igualdad y los deberes básicos de todo ciudadano miembro de un Estado.
Este recuerdo infantil tan sencillo enseña un mensaje democrático muy hondo: hay que cumplir la ley, es más, hay que quererla como a un escudo que nos da seguridad. Me la enseñó el maestro de mi pueblo. Recordar hoy esta sencilla enseñanza es importante; cuando algunos políticos no cumplen la ley y quieren cambiarla por su cuenta, hay que gritar fuerte: ¡No vale!
Editado en El Norte de Castilla el 9 de setiembre de 2017.