Pedro Carasa
El poder ha tendido siempre a concentrarse en manos de autócratas y dictadores, precisamente para evitarlo se idearon sistemas de control, representación y socialización política. Someten las sociedades a intereses personales, las privan de participación y libertad y acaban generando guerras. Estos procesos suelen tener orígenes inventados, míticos, religiosos o militares. Interminable ha sido la retahíla histórica de tiranos, sátrapas, absolutistas, déspotas, caudillos, patriotas, nazis o fascistas. Incluso algunos fueron elegidos, pero los votos nunca los eximieron de sus delitos ni les dieron impunidad. Sabemos que los nacionalismos han sido el caldo de cultivo o la consecuencia de estas culturas egocentristas, conocemos su inflamación identitaria, su hinchazón de liderazgo y sus cismas internos.
Abundaron en la historia de Europa y América los modelos autoritarios y bélicos relacionados con el nacionalismo y el proteccionismo. De derechas o izquierdas, militares o civiles, religiosos o laicos, todos pusieron la sociedad, las leyes y los partidos a su servicio. Lo practicaron el ególatra Napoleón con toda Europa a sus pies, el personalismo estalinista, el paroxismo ario nazi, el fascismo del Duce, la dictadura de Primo de Rivera y el Caudillo enviado para salvar a España de masones y comunistas. Lo continúan hoy los populistas Putin, Trump, dictadores latinoamericanos, nacionalistas y xenófobos europeos como el Bloque Flamenco que ha acogido a Puigdemont.
También está sucediendo en España. Desde la Transición comenzó la izquierda perdiendo sus raíces de igualdad al embelesarse con el nacionalismo y rendirse a la identidad. No lo mejoraron los indignados populistas al rehacer la Transición, eliminar las ideologías, regenerar la democracia, contentar al pueblo en la calle, expulsar a la casta corrupta de las instituciones, e inexplicablemente apoyar a los nacionalismos. Aquella esperanzada utopía se convirtió en poder antisistema y acabó erosionando el Estado de derecho desde el escaño y la calle. La fusión (mejor confusión) del nacionalismo soberanista, populismo y contracapitalismo ha roto el equilibrio territorial español, ha olvidado la igualdad social, y ha abierto una grave guerra civil política que no ha hecho más que empezar.
La burguesía catalanista que ahora lo lidera fue educada en un nacionalismo de sabor carlista, olor a incienso y color antiliberal propio de las Bases de Manresa (1892), la Moreneta y los abades de Montserrat, desde Escarré a Soler. Se amamantaron en el seno religioso del monasterio y gustaron usar vocablos militantes como mesías enviado, santuario nacional, honorables y sacrificios patrióticos. La versión tradicional de El Segadors hablaba de cálices, patenas y sacramentos. Los líderes se creyeron apóstoles, predicaron envueltos en banderas ardorosas, se victimizaron como mártires y gustaron de un culto nacional a su persona. Como creyentes ortodoxos despreciaron a los no nacionalistas y como maniqueos dividieron la sociedad entre buenos y malos.
El complejo de superioridad de los secesionistas los convierte hoy en egócratas. Como los autistas, se desinteresan de lo exterior, se ensimisman en una burbuja desconectada de la sociedad, no codifican el lenguaje real, no tienen interacción ni comunicación social, adaptan su memoria y su historia a sus designios, viven de gestos y conceptos estereotipados y repetitivos, se obsesionan por banderas, bufandas y lazos, y no son conscientes del drama que están gestando.
La supremacía de un pueblo es siempre una invención narcisista y sus líderes se creen imprescindibles, porque la patria se muere cuando ellos desaparecen. Ese mensaje se consolida en el adoctrinamiento educativo y se difunde por los medios adictos de papel y pantalla. Las redes sociales lo socializan y creen ciertas las mentiras útiles para glorificar la nación. Sus dirigentes aparecen como showmans obsesivos que exaltan su persona y hacen girar todo en torno a sus problemas políticos y procesales. Han creado un mundo de Alicia en el país de las repúblicas, que es un carnaval indigno e impropio del pueblo catalán.
Han roto el Estado de derecho, han incumplido la Constitución, han quebrantado el Estatut, han atropellado el Parlament y han expulsado 3000 empresas. Manejan un concepto de democracia infantil, envilecen las elecciones con recuentos que dan mayorías políticas sin mayorías sociales. Manejan el referéndum como plebiscito de dictador para preguntar si conmigo o contra mí. No reconocen los tribunales, subordinan a los mossos y convierten al Barça en altavoz nacionalista. Con su decimonónico independentismo y sus enseñas esteladas pretenden tapar su corrupto uso de fondos públicos, borrar sus delitos e inmunizar sus personas.
Abandonan la política social de servicios a los ciudadanos y crean mundos fabulados que llaman simbólicos. Confunden la fuga con el exilio, la nación con el poder personal, la autonomía con la república, el delincuente con el héroe. Su universo surrealista permite dos mundos paralelos, uno real y otro simbólico, dos presidentes, dos parlamentos, dos capitales, dos Cataluñas. El símbolo es una mentira para continuar la falsa república, copar poder personal y tapar sus delitos.
Como unos monaguillos tras romper el cáliz, dicen que era de mentirijillas para que no les riña el cura. Pero sus juegos pueden ser dramáticos para el futuro de España.
Editado en El Norte de Castilla del 10 de febrero de 2018