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Pedro Carasa

El Mirador de Clío

Abuelo sin Duelo

Creíamos estar en un bienestar social maduro, pero al sistema le han faltado recursos, a los políticos reflejos y a los ciudadanos humanidad para evitar tan doloroso abandono y tan cruel soledad

        Una evolución histórica casi inhumana nos ha conducido de la gerontocracia a la gerontofobia. La pandemia nos ha presentado el último acto del drama de un Estado de Bienestar incapaz de solucionar la dependencia social, la baja inmunidad y la suma de dolencias de las personas mayores. Creíamos estar en un bienestar social maduro, pero al sistema le han faltado recursos, a los políticos reflejos y a los ciudadanos humanidad para evitar tan doloroso abandono y tan cruel soledad.

El coronavirus ha abierto una herida generacional y nos ha mostrado la minusvaloración de los mayores en nuestra sociedad, asistencia, sanidad, familia y cultura. Incluso han aflorado ideas utilitaristas y fascistas de sacrificio de vidas viejas en beneficio de las jóvenes, de sanidad selectiva, de protocolos excluyentes de mayores, o del desprecio de clases no productivas. Una mentalidad así de consumista y competitiva puede fracturar la convivencia generacional y augurar un triste final para todos.

Asusta una última encuesta sobre las reacciones de la sociedad española ante la pandemia que no refleja el menor atisbo de sensibilidad y preocupación por esta exclusión de los mayores. No es que se hay impedido el duelo familiar, tampoco ha surgido un duelo social. ¿Cómo no gime de dolor esta Castilla Vieja y envejecida ante la soledad, la tristeza y la humillación de los abuelos muertos sin duelo y las familias rotas sin consuelo?

Ha sido largo el proceso histórico que desde la gerontocracia inicial ha socavado el aprecio de los ancianos. Las sociedades primitivas los consideraron venerables, sabios, capaces de curar, adivinar y hablar con los espíritus. El respeto a los mayores fue el primer germen de la organización social y política de la humanidad. De la familia se pasó al clan, que formó el consejo de ancianos, primitivo cuerpo gubernamental. Esta gerontocracia gestó el patriarcado del sacerdote, médico, jefe y reforzó los consejos de ancianos como jueces y legisladores.

En las culturas china y japonesa se veneró a las personas mayores. En la religión hindú se arrodillaban ante los ancianos para respetarlos. Alá era glorificado al honrar al musulmán de cabellos grises. La Iglesia enseñó a Dios Padre como anciano de luenga barba y valoró la tradición.
¿Cómo no gime de dolor esta Castilla Vieja y envejecida ante la soledad y la humillación de los abuelos muertos sin duelo y las familias rotas sin consuelo?

Platón ponderó la ancianidad y valoró su virtud, conocimiento y educación, plenos a los 50 años. Los romanos exaltaron el Senado de patricios viejos y luego de ancianos plebeyos; sólo a partir del siglo V d. de C. el poder anciano se debilitó. En la península, tras la romanización, los cargos visigodos eran los maiores, ancianos ricos que formaban el Aula Regia. En general, la teocracia, el feudalismo y el artesanado medievales heredaron dinastías regias, mayorazgos nobles y maestrías artesanas en la organización política, social y laboral.

Los primeros en minusvalorar a los ancianos fueron los renacentistas y humanistas para exaltar la juventud y su perfección estética. Aunque la cultura religiosa barroca del siglo XVII volvió a ponderar la tradición, el sentimiento y la edad en el gobierno y la estética, luego los utilitaristas ilustrados volvieron a denostar la vejez. En el XIX el liberalismo burgués, la maquinización, el cambio demográfico y el aumento de la esperanza de vida orillaron más a la vejez, prefirieron a obreros jóvenes en las máquinas y a brillantes abogados en bufetes y cargos. Entonces ser viejo o viudo era ser pobre y excluido, y nacieron el socorro mutuo, el asilo, el montepío y la geriatría.

Desde 1900 siguió desacreditando al anciano la edad de plata de la cultura española y la conflictividad de masas. La II República se ocupó de escolares, campesinos y obreros, pero no de jubilados. La guerra y la postguerra arruinaron la vejez con la autarquía y el racionamiento. El desarrollismo, cambio social, baby boom y éxodo rural de los sesenta arrinconaron de nuevo la vejez y su cultura tradicional.

Fue la Constitución de 1978 la que redimió a la vejez con el Estado de Bienestar y la Seguridad Social. Pero lo hizo de forma incompleta, porque el sistema solo se basó en educación, sanidad y pensiones, y abandonó la dependencia de mayores y discapacitados, no protegió a la familia, ni incluyó servicios geriátricos en la sanidad nacional. Aún así, acabamos de despedir sin piedad a la generación que superó la dictadura, nos hizo europeos y conquistó la democracia.
Hoy los jubilados no cuentan en la familia, el trabajo, la política, el cine, la literatura, la publicidad, el deporte o el turismo. A los políticos solo les interesan como electores, a los sindicatos como clases pasivas y a los empresarios como no productivos, como los ha tachado una representante patronal hace poco.

Más de dos tercios de los muertos con covid-19 superaban los 80 años (en Italia el 50% y en China el 14%). El 95,5% de los fallecidos tenían más de 60 años. Pero el sistema de salud nacional no estaba adaptado al envejecimiento actual, no incluía servicios geriátricos, ni tenía recursos de protección.

Menos de la mitad de los afectados de más de 60 años han sido hospitalizados, el resto han padecido o muerto en residencias. Hubo protocolos que impidieron a los mayores entrar en UCI y usar respiradores.
Clamorosos han sido, pues, los defectos de la asistencia pública a la dependencia. El 70% de las 5.500 residencias de mayores estaban gestionadas por empresas concertadas con dinero público. No tenían recursos de prevención ni servicios médicos y su gestión privada antepuso a veces el beneficio al servicio.
Twitter se ha convertido en un tanatorio virtual, a la sociedad se le han ocultado imágenes de ataúdes, la familia confinada no ha celebrado entierros, la ausencia de velatorios ha dejado heridas sicológicas y de memoria. Han sido crueles la soledad, la desinformación y la ausencia de un adiós.

Un manifiesto de intelectuales europeos ha reclamado rehumanizar la sociedad y alimentar una revuelta moral para volver a valorar a los mayores. Sin echar culpas a políticos, instituciones ni ideologías, hay que reconocer y solucionar los defectos de nuestro Estado de Bienestar y de nuestro modelo social. Como ciudadanos necesitamos una vivencia transgeneracional de la sociedad y situar la calidad de vida y la dignidad de las personas por encima del crecimiento económico, del poder político y del bienestar personal.

 

Publicado en El Norte de Castilla del domingo 24 de mayo de 2020.

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Sobre el autor

El Mirador de Clío está redactado por Pedro Carasa, un historiador que tratará de observar el presente desde la historia. Se evoca a Clío porque es la musa griega de la historia y de la poesía heroica, hija de Zeus y Mnemósine, personificación de la memoria. El nombre de mirador indica que la historia es una atalaya desde la que proyecta sus ojos el historiador, como un busto bifronte de Jano, que contempla con su doble mirada el pasado desde el presente y el presente desde el pasado.