La resaca electoral invita a un historiador a ver cómo el poder controló las elecciones. Aprender a votar fue lento y difícil. En 1810 sólo podían votar el 10% de españoles, en 1834-65 del 0,1 al 4%, en 1868-73 el 27%, en 1875-1923 el 25% (caciquismo), en 1931-36 el 53% (sufragio femenino), hoy el 88%. Pero pasamos 60 años de absolutismo y dictadura sin voto ciudadano.
El poder controló las elecciones con escaso acceso a las urnas (voto indirecto, censitario, masculino), reparto limitado (proporcional/mayoritario, distrito/provincia, ley D`Hondt), ritmo regulado (turnismo, caciquismo, frentismo, populismo), objetivos prioritarios (solidez monárquica, acceso al poder, minoría investida, pacto independentista). Así ganó el gobierno y perdió el Estado, medró el político y se alejó el ciudadano.
La razón del pasado control electoral fue la monarquía. La revolución francesa logró eliminarla, pero Cádiz la combinó con la soberanía nacional. Para asegurarla en el XIX se redujeron los electores. Absolutistas y carlistas sacralizaron al rey, moderados y progresistas lo constitucionalizaron, anarquistas, socialistas y republicanos lo rechazaron. Lucharon por él liberales y carlistas. Tras caer Isabel II en 1868, se eligió en 1871 la monarquía democrática, venció en 1873 la I República y se restauró Alfonso XII en 1874.
Los conservadores creyeron la corona imprescindible para España. Buscaron las razones en la historia. Cánovas investigó en el archivo de Simancas y defendió que una constitución histórica exigía al rey compartir soberanía con la nación, gobernar España, defender su Imperio, convocar y ganar elecciones y dirigir el ejército. En 1885 él y Sagasta, ante la enfermedad del rey, pactaron en El Pardo asegurar la corona con un turno pacífico de sus dos partidos dinásticos. Por ello, con excepciones, el rey convocó 20 elecciones de 1874 a 1922, fijó el partido de gobierno (66% votos) y de oposición (17%) e hizo que gobernadores, partidos y caciques rellenaran el encasillado electoral. Ni votos ni diputados generaron gobiernos, el rey los decidió y nombró ministros.
Decían que la ley rige para el enemigo y para el amigo el favor. El caciquismo era iniciativa regia, muñidor, cacique, oligarca, encasillado, patronazgo, clientelismo, pucherazo, compra de voto, voto de muerto, favor, castigo, dominación, desmovilización, apoyo militar y judicial, partida de la porra y presión al Ayuntamiento. Concedía exención fiscal, redención de milicias, aprovechamiento comunal, explotación de montes, ingreso en escuela y hospital, fondo municipal, préstamo de pósito, instalación militar, empleo, arrendamiento, servicio de bufete, carretera, ferrocarril, escuela, casa consistorial, puente, camino vecinal, etc.
La primera interpretación histórica de este caciquismo fue materialista, explotación y dominio económico del bloque de poder, sin considerar factores culturales e ideológicos. Un error, porque bajo toda relación de patronazgo hay relación cultural de dependencia cuya influencia política es más importante, sutil y significativa que la material.
Hoy domina una interpretación más cultural del caciquismo. Entre 1808-1931 el poder hizo una didáctica electoral y un manejo del sufragio para dar sucesivos pasos de control. Lo hicieron patrono, cacique, parlamentario y partido unidos por familia, saga política, profesión, asociación, liga, cámara, academia o junta. Actuaron como intermediarios, casi brokers políticos, primero nobles, luego hacendados, abogados y propietarios, hombres de negocios, al final políticos profesionales. Parecía ilegal a los regeneracionistas, pero legítimo a la sociedad tradicional, porque rey y caciques ganaron un capital social y simbólico.
La primera obediencia tradicional era una relación deferencial de prestigio y lealtad, con patronazgo y clientelismo. El segundo paso buscaba una dependencia transicional, de oligarca que ofrecía apoyos, compensaciones, intercambio de favores por servicios, pero generaba vínculos más tenues. El tercer giro tensó la relación con violencia, de máquina electoral más que de patronazgo, con amenaza, fuerza y fraude de votos. La cuarta etapa era una transacción, sin clientelismo, que compraba votos con regalos o duros de plata, mantenía al votante como rentero, jornalero, prestatario o cliente de bufete. No se impuso hasta las elecciones de 1931 el último nivel de la convicción político-ideológica, con mítines masivos, campañas de prensa, visitas a casa y proyectos electorales de políticos profesionales. Entonces ganó la república, se convirtió al viejo súbdito en nuevo ciudadano y se cambió la obediencia deferencial por la participación cívica.
Los mensajes de los políticos en las últimas campañas tenían algún poso de caciquismo. Su comunicación en medios y redes sociales no describía la realidad, la reconstruía al cambiar, tergiversar o simplificar el significado de los hechos. Politizaron el poder judicial, desjudicializaron el ejecutivo, primaron a éste sobre el crispado y banal legislativo y sobre el criticado judicial.
Parecen posos caciquiles la corruptio interrupta, la acusación política como mérito electoral, un juez acusado de lawfare, el tufillo de maniobra política de Peinado de Óscar Puente en el tren, el Rosario en Ferraz, la resistencia como victoria, tapar la amnistía, las cartas del presidente víctima, la imputada en pasarela de mítines y colegio electoral o las pulseras de ‘Free Bego‘.
Parece que, donde Cánovas ponía al rey, Sánchez busca su poder y como Robledo muñía encasillados, Tezanos teje encuestas. No es caciquismo, pero lo recuerda.
El original se editó en las dos versiones de El Norte de Castilla del domingo 16 de junio de 2024.