“No puedo obligarte a que me quieras / Sabe Dios que no puedo dejar de quererte / La espina del dolor rasga mi pecho / Sé que no te alejará la niebla de los días”. Con este particular y atormentado mensaje, dio Manolo García el pistoletazo de salida al siglo XXI. “Nunca el tiempo es perdido” se editó a principios de 2001, continuando la senda abierta por el multipremiado “Arena en los bolsillos” y recogiendo, de paso, la esplendorosa herencia de “El último de la fila”, aderezado con las melancólicas sonoridades de Triana, los dejes aflamencados tan presentes en su carrera, el jugueteo con los medios tiempos de aire arábico, los oropeles mediterráneos, las coplas populares y, por encima de todo, la peculiar poética marca de la casa. Tengo a MG como una herética mezcla de Serrat y Springsteen, un misterioso alfarero con desplantes de torero y barniz lorquiano. Un tipo peculiar con alma de pintor, ojos caleidoscópicos y nervio inquieto. Un poeta-voyeur siempre al quite por si San Pedro le puede tirar una canción. En “Nunca el tiempo es perdido” vuelve a a recordarnos febrero y sus promesas, a contarnos historias de amaneceres en camas extrañas, a hablarnos de almas que moran en la sala de los pasos perdidos, a juguetear con golondrinas de azuladas plumas, a reclamar besos y caricias, sinceras o mercenarias. Es la historia de siempre, aunque sólo él sabe dibujarla con jarabe de rosas de aromáticas lenguas y darle forma de tangos arrabaleros y dulces, pendencieros y tristes, tangos de la lejanía: “no hay un solo motivo por el que quiera olvidarte”, “hoy necesito besar otros labios creyendo que beso tus labios”, “a veces imagino por un instante que no te has ido y el tiempo se detiene”, “hoy el dolor duele”, “no pasa el tiempo desde que te fuiste”, etc. Lo dicho: la historia de siempre, el dolor de siempre, la saudade de siempre. El amor y el desamor jugando a las cartas y cantado en voz baja con lluvia de aguanieve.