Wim Mertens es uno de los escasos genios que le quedan a la música actual. Uno de los compositores más originales y temerarios, alguien con un talento sin límites que, a pesar de ser fiel a un estilo muy personal (emparentado con la música minimalista y la repetición de una frase sencilla que evoluciona lentamente), no deja de reinventarse de forma continua. Capaz de ofrecer obras en diferentes formatos, desde las más sencillas y accesibles a ciclos complejísimos, y desde diferentes formaciones de cámara a solos de piano (a veces acompañado únicamente por su personalísima, aguda y tortuosa voz que canta un idioma inventado por él mismo). Como a todos los genios, se le admira y se le odia a partes iguales. Tal vez porque su desbordante ego y su torrencial talento le obligan a sacar al mercado una producción tan ingente y copiosa que, en ocasiones, resulta tremendamente irregular. En 1999, año del maravilloso “Integer Valor Integrale”, que llevo metiéndome en vena toda la semana, publicó la friolera de once discos: “Poèma” (un doble disco de piano solo), “Kere Weerom” (un triple disco con el Ensemble), “Decorum” (un doble disco para flauta, clarinete y guitarra), más la banda sonora de “Father Damien” y, por supuesto, nuestro “Integer Valor Integrale”, una de las obras más hermosas, melancólicas y memorables que conozco. Un triple disco repleto de placidez, saudade y buenas vibraciones. Ya el primer disco se abre majestuosamente con “To obey”: el principio de un viaje de tres horas apasionante. El segundo disco, con títulos en francés, es el más romántico, con el característico piano de Wim Mertens tejiendo nubes sonoras que anuncian un perturbador universo de nostalgia. El tercer disco, en fin, es el más mágico e inolvidable: comienza con “The way down”, emparentado rítmicamente con el Bolero de Ravel y termina con algunos de los temas más preciosos que jamás he escuchado. Es un pecado pasar por alto un regalo de tanta belleza. No lo busquen, por cierto, en los 40 principales.