“¿Llegó a quererme un poco aquellos dos años?”, se pregunta Ricardo Somocurcio al recordar a la niña mala. El maestro Vargas Llosa nos cuenta la obsesiva historia de un amor imposible, tormentoso y apasionado que se prolonga durante décadas en escenarios tan distintos como Lima, París, Londres, Tokio o Madrid, historia de traiciones, decepciones, melancolías, ambiciones y todas las posibles imágenes y edades del amor. “Años y años haciendo toda la noche lo mismo: soñar con ella, quererla, desearla. También maldecirla. Cada día, cada noche, todos los días”. La historia de un apocado traductor enamorado de una mujer-veneno que aparece y desaparece de su vida como un fuego fatuo, incendiándola de felicidad por cortos períodos y después dejándola seca, estéril y vacunada contra cualquier otro amor. Una femme fatale y un hombre insípido. La misteriosa vida de Lily la chilenita, de la guerrillera Arlette, de la señora Arnoux, de Mrs. Richardson, de Kuriku, de Otilia (Otilita), de Madame Somocurcio, por un lado. Y, por el otro, la melancólica historia de la última persona en el mundo que, imbecilizado de amor (más que amor, una enfermedad), dice huachaferías insustanciales. Ella puede prescindir de él como una baratija inservible mientras él solo aspira a recordar en soledad los ojos color miel oscura y las pestañas nocturnas de la niña mala. Dejando a un lado el experimentalismo y las ansias de trascender (gracias a las cuales Vargas Llosa nos regaló algunas de las mejores novelas del siglo XX), “Travesuras de la niña mala” es una novela lineal, sin rupturas ni aspiraciones elitistas de alcanzar la novela total, pero atravesada por su habitual prosa vigorosa, ágil y amena. La niña mala es una mezcla de huerfanita y femme fatale, de madame Bovary y la Milady de “Los tres Mosqueteros”, de Caperucita Roja y Angelina Jolie. “Jamás podré pagarte tanta felicidad, niña mala”. Pues eso.