Es, sin duda, el disco más brillante, emblemático y memorable de los grupos nacidos en la década de los ochenta. Sospecho que me enamoré de ellos, en primera instancia, por su peculiar nombre: Orchestral Manoeuvres in the Dark (Maniobras Orquestales en la Oscuridad). Los títulos de sus discos tampoco dejaban indiferentes, como este “Arquitectura y Moralidad”. Además, los inusuales textos que acompañaban a sus canciones destacaban por su originalidad: hablaban de refinerías, de electricidad, de iconos religiosos, de santas medievales o del bombardero B-29 desde donde se lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima (Enola Gay, su primer gran éxito, fue lanzado unos meses antes de salir al mercado “Architecture & Morality”). Les intentaron encasillar en múltiples movimientos musicales (electro-pop, new wave, nuevos románticos, tecnopop, synth-pop) aunque la melancolía electrónica y los atmosféricos paisajes típicos de OMD les convirtieron en una rara avis de la escena británica. Enamorados de la música electrónica experimental de Kraftwerk, Neu o Brian Eno, muy pronto fueron considerados los nuevos Pink Floyd. Con el éxito mundial de “Architecture & Morality”, se atrevieron a lanzar el incomprendido y revolucionario “Dazzle Ships”. El fracaso de este disco les hizo abandonar las producciones épicas y las ambientaciones etéreas para centrarse en temas más comerciales, lo que no impidió que firmaran algunos de los himnos más inolvidables de toda la década de los ochenta. Sin embargo, fue “Architecture & Morality”, su disco de 1981, el que ha pasado a la historia como su mayor cumbre creativa, un álbum de ensueño atestado de imaginería y saudade, lleno de melancolía y excelentes arreglos, refinadas y apasionadas voces, melodías brillantes y un puñado de canciones increíblemente hermosas (como Joan of Arc, She’s leaving, The beginning and the end o la imperecedera Souvenir, mi canción favorita de aquella época, capaz de matarme cada vez que la vuelvo a escuchar). Tecnopop etéreo de 24 quilates, música de espiritualidad desconocida, austera, sinfónica, celestial, evocativa, misteriosa; un desértico y hermético páramo repleto, como no podía ser de otra forma, de maniobras orquestales en la oscuridad.