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Vicente Álvarez

EL FARO DE AQUALUNG

EL ABOGADO DEL DIABLO

Publicado en El Norte de Castilla el 23 de agosto de 2007
En las últimas semanas he tenido la oportunidad de hablar con un buen puñado de colegas y, en muchos de ellos, he notado un hastío y una inmensa decepción con la literatura y todo lo que la rodea. Alguno, incluso, me ha asegurado que lo deja, que no merece la pena el esfuerzo, la dedicación y los cientos de horas que dedica a una novela para lo que recibe a cambio. La gente se asombra cuando le cuentas que los derechos de autor de un libro son el 10% del precio, cuando le explicas las cifras de venta que realmente se mueven en España (dejando a un lado a los cinco superventas de turno) o cuando le comentas que no hay una forma exacta y fiable de controlar los ejemplares que te editan y los que vendes. Le confiesas, incluso, que conoces a escritores que han dedicado tres años de su vida a escribir una novela de la que no han recibido ni 500 euros de beneficios: ¿a cuánto les sale la hora trabajada? Con toda seguridad, no hay oficio en el mundo peor pagado. Eso por no comentar el poco respeto que a esta profesión se le tiene: no conozco a nadie que llame a un fontanero o a un electricista, le encargue un trabajo y quiera que lo haga gratis; algo que, en cambio, está a la orden del día en el mundo de la literatura. Por ello, no es extraño que muchos piensen que esto de escribir no puede ser un oficio digno. En realidad, España tiene una larga tradición de novelistas muertos de hambre y de poetas fracasados. Aquí escribir siempre fue llorar y, ahora, en plena época de realities y pelotazos, es evidente que tiene mucho más prestigio social un banquero que un poeta. Los escritores, como las putas, carecemos de jubilación, pagas extraordinarias, vacaciones o baja por enfermedad. Por eso, la inmensa mayoría tenemos que vivir de otra cosa y quitarnos horas de sueño para seguir escribiendo.
Viene todo a raíz de la manipulada polémica que ha rodeado la reciente aprobación de la Ley de la Lectura, del Libro y de las Bibliotecas donde se regula la remuneración para los autores por el préstamo de sus obras. Hemos asistido, durante muchos meses, a un aquelarre talibán que buscaba, sobre todo, confundir a la gente. Intelectuales y bibliotecarios comenzaron una loca carrera por recoger firmas para echar abajo una ley que no hacía otra cosa que acatar (¡con 15 años de retraso!) una directiva europea de 1992 y someterse a una ley y unas normas que ya eran de pleno cumplimiento en todos los países del denominado primer mundo. Por el medio hubo una campaña demagógica en la que se intentaba hacer creer a la opinión pública poco menos que los escritores nos íbamos a cargar el sistema de bibliotecas públicas y que los usuarios iban a tener que comenzar a rascarse el bolsillo para sacar los libros de las bibliotecas. Pero las cosas no son así, ni mucho menos. No es cierto que al remunerar al autor por el préstamo de sus obras en bibliotecas se le esté pagando dos veces por lo mismo. No hay que confundir los términos: el préstamo es una modalidad de distribución y es uno de los derechos reconocidos al autor en todos los convenios internacionales en materia de propiedad intelectual. Simplemente se trata de remunerarle por un determinado uso del fruto de su trabajo, gracias al cual se ofrece un servicio público. Y es evidente que en ningún país el servicio público puede gestionarse al margen de la ley, ni financiarse a costa de escamotear el pago de derechos o de no remunerar a sus trabajadores. Además, en ningún caso los usuarios tendrán que pagar por utilizar el servicio de la biblioteca, algo que perversamente algunos colectivos utilizaron como bandera en su particular cruzada. En todos los países en los que esta ley está funcionando son las administraciones las que hacen frente a la obligación de compensar a los autores (eso sin contar con que están exentas de pagos las bibliotecas universitarias, las escolares y las de municipios menores de 5.000 habitantes). Y ello no tiene por qué suponer una disminución de los presupuestos destinados a la compra de libros. Corresponde a los políticos hacer frente a las obligaciones legales e incrementar las dotaciones a las bibliotecas. Y es tarea de los bibliotecarios el presionar para que eso se cumpla. La ley, en fin, no perjudica ni a los lectores ni a las bibliotecas, aunque sería deseable alguna mejora (yo vería con muy buenos ojos que se creara un fondo reservado a escritores mayores con graves problemas económicos; pienso, además, que todos donaríamos nuestra parte para contribuir a ese fin social).
Cuenta Giménez Frontín que hace 25 años le invitaron a Suecia y allí se enteró de que se pagaban derechos de autor para contribuir a la profesionalización de los escritores. Él comentó que lo prioritario era crear una eficiente red de bibliotecas. “Por supuesto –le respondieron-, pero acostumbren desde el primer día a sus gestores a presupuestar el derecho de autor, de la misma manera que presupuestan los gastos de personal o de limpieza y mantenimiento”. Así que a uno no deja de asombrarle que, 25 años después, se haya producido en España una reacción tan troglodita por parte de algunos sectores de la cultura española (en este mismo periódico, alguien llegó a decir una salvajada como la siguiente: “la voracidad se volverá en contra de los autores”). Claro que en el norte de Europa, en Estados Unidos y en muchos otros países, el escritor está protegido como una especie en vía de extinción. Aquí desayunamos con Paquirrín y el Real Madrid. Así que va a ser eso.

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Sobre el autor

Escribe novelas y cosas así. Sus detractores dicen que los millones de libros que ha vendido se deben a su cara bonita y a su cuerpo escultural. Y no les falta razón. www.vicentealvarez.com


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