Novela de 1996. Año negro en el que leo “Capital del dolor”. En Pucela, claro, la pequeña ciudad de tedio y plateresco que se convierte, por obra y gracia de la pluma afilada de Francisco Umbral, en un desfile de cadáveres, en una lúgubre e interminable procesión de muertos perfumados con pólvora y acacias. La Guerra Civil en Valladolid y Paulo, el protagonista, el Umbral adolescente, luchando contra políticos grises, violentos, negros, refulgentes de hebillas y pistolas. Pero también Paulo iniciado en el sexo por Rosa Luguillano, la puta por excelencia de la ciudad. Y Paulo enamorado de princesas de la ugeté y, sobre todo, de Constitución, la niña pucelana que le vuelve loco. Eso sin olvidar sus encuentros con Carmen, la criada morena y cartaginesa de risa salvaje; o su amor eterno por la novia de la infancia, Jesusita, la teresiana sádica. Paulo, en fin, asesinando a la infancia.
Las imágenes de “Capital del dolor se clavan como en un vía crucis de espuelas: las brigadas del alba intensificando los asesinatos nocturnos; el cerro de San Cristóbal, de plata y sangre, al que acuden los vallisoletanos a presenciar los fusilamientos, como las tricoteuses en París que iban a hacer calceta a la sombra de la guillotina; las Cocheras, ciudad de los tranvías en el paseo de Filipinos, convertidas en un rincón para fusilar poetas y arrestar ugetistas; el sol guilleniano iluminando con su grandeza siniestra el ritual de las ejecuciones. Paco Umbral dando un último y lánguido paseo por el amor y la muerte en una ciudad en llamas; Paco perdido en los toros de Guisando de la gran sala de máquinas de “El Norte de Castilla”; Paco añorando la vieja ciudad azteca alrededor de San Pablo y San Gregorio; Paco observando el paso del colorido de los pavos reales al blanco y negro de las pistolas falangistas: Paco, en fin, dejando atrás la infancia y haciéndose mayor a golpes. Valladolid, fondo gótico de la capital del dolor.