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Vicente Álvarez

EL FARO DE AQUALUNG

SOBRE FIESTAS Y TRADICIONES

Publicado en El Norte de Castilla el 13 de septiembre de 2007
Me aburren las Ferias soberanamente. ¿Qué me pasa, doctor? Lo peor de todo es que no se trata sólo de aburrimiento. Tal vez por ello llevo un tiempo que necesito salir fuera de Valladolid, escaparme a sitios tranquilos, huir de la felicidad engañosa de los que tienen que salir a divertirse obligatoriamente y de los que inundan la ciudad convirtiéndola en una especie de agobiante lata de sardinas. Por cierto, ¿dónde está toda esa marabunta de gente el resto del año? Bien, no me hagan caso. Buscando la verdadera identidad de Álvaro Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares o Alberto Caeiro debo de estar perdiéndome cosas realmente trascendentes en la particular historia de esta nuestra santa ciudad. Me entretengo estúpidamente deletreando el nombre de alguien, tejiendo sombras de sus recuerdos o aprendiendo de memoria algún poema de Fernando Pessoa («minha dor é silenciosa e triste como a parte da praia onde o mar nao chega») mientras dejo a un lado la inenarrable experiencia religiosa de pertenecer a una peña. Ya me lo dijo mi amigo el alienígena que el año pasado tuvo la ocurrencia de visitarnos a bordo de su nave espacial y que no paró de alucinar con lo que vio durante aquellos gloriosos días. Si hubiese regresado este año, sin duda habría vuelto a sentir esa inolvidable sensación de los zapatos pegados a un suelo teñido del morado del calimocho, a ser atropellado por un carrito del Alimerka o a bailar al ritmo de la Partydance de las yogurinas vestidas con faldas de colegiala. Tal vez habría participado en ‘la gran calvada’, aunque sólo fuese por salir en el vídeo con el que amenazó el alcalde (que, todo sea dicho, está mucho más guapo abrazado a las mulatonas del Axe Tropical que entrando a todos los trapos que se le ponen por delante). Quizá habría aplaudido el pregón olímpico pero, de paso, se habría ciscado encima de las Olimpiadas de Pekín. Y habría contribuido, sin duda, a entrar en el Libro Guinness de los Récords besando a toda vallisoletana que se le hubiera puesto al alcance de sus morritos verdes (aunque al final demostramos ser menos besucones que los londinenses y el único récord que tal vez logremos sea el de las fiestas más sucias de la historia). Todo eso habría hecho mi amigo alienígena si hubiese vuelto a visitarnos en estas fechas. Y sospecho que no lo ha hecho para no tener que volver a asistir a esa cosita tan aborrecible del Toro de la Vega con la que nos torturan todos los años. Uno empieza a estar ya harto de que, estés donde estés, por muchos kilómetros que te separen de tu tierra, el único protagonismo que alcanzamos en los medios escritos y audiovisuales de medio mundo es el de este salvaje espectáculo. Dicen los que lo defienden que forma parte de la tradición y no se dan cuenta de que ciertas tradiciones y espectáculos (como los autos de fe o el circo romano, por ejemplo) pasan a los libros de historia. Y allí están muy bien. Al menos nos ahorraríamos salir cada año en todas las televisiones y ver cómo agreden a los periodistas que van a cubrir la noticia o cómo insultan a los que el Toro de la Vega les parece repugnante. Pues eso. Que Pessoa también adoraba la tradición, aquella en la que los animales eran como dioses o, en su defecto, los dioses tenían cabezas de animales. Qué envidia.

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Sobre el autor

Escribe novelas y cosas así. Sus detractores dicen que los millones de libros que ha vendido se deben a su cara bonita y a su cuerpo escultural. Y no les falta razón. www.vicentealvarez.com


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