Publicado en El Norte de Castilla el 11 de octubre de 2007
Decía Voltaire que lo maravilloso de las guerras es que cada jefe de asesinos hace bendecir sus banderas e invoca solemnemente a Dios antes de lanzarse a exterminar a su prójimo. Quizá por eso a muchos nos incomoda todo lo que tiene que ver con las banderas y toda la parafernalia de símbolos que siempre nos han vendido los arrastrasables. Así que, cuando en pleno siglo XXI estalla toda esa patochada de la guerra de las banderas y los informativos se llenan con imágenes de ayuntamientos ‘desbanderados’ o con trogloditas empuñando la ikurriña como si fuese un kalashnikov, a uno se le quitan las ganas de tener ganas. El que toda esta polémica mediática la protagonice gente de la calaña intelectual y moral de un Carod Rovira o de un Barreda (vocero de Batasuna para quien la última detención de compinches es como una declaración de guerra) nos debería hacer reflexionar. Y, sin embargo, a los políticos parece que les pone cachondos echar leña al fuego. Desde la otra trinchera no se les ocurre otra cosa que alentar para el próximo día 12 la quema de símbolos nacionalistas en Valencia mientras los cachorros del PP llevan varias semanas promocionando su campaña ‘Somos España’, destinada a defender con orgullo los símbolos que nos representan a todos, y piden que se celebren actos de homenaje a la bandera (sin ir más lejos, aquí ya están pensando en un bando municipal de exaltación de la bandera). Y ya estamos a vueltas con la bandera. No nos dejan imaginarnos la utopía de Aute y Lennon, la de un mundo sin fronteras, sin patrias ni banderas. Siempre he mantenido que todos los nacionalismos son estúpidos, peligrosos y retrógrados. No los entiendo. Ni tampoco la obsesión de algunos por los símbolos, por las banderas, por los himnos (¡y por sus letras!). Y, por supuesto, no me entra en la cabeza el responder a los nacionalismos de pandereta con otro nacionalismo como poco tan estúpido y peligroso, además de aterrarme el socorrido y racial grito de «todo por la patria». Los dictadores (los dictadores de todos los signos) son los que más se corren de gusto con estas cosas. Uno de los que más alardeó de su amor a la patria y de impartir justicia en nombre de Dios y de la bandera fue el infame Pinochet. Hace unos días nos enteramos de que su viuda y sus cinco hijos habían sido detenidos acusados de utilizar fondos públicos para enriquecerse, para engordar cuentas fuera del país y para pagar todo tipo de gastos personales, gastos que únicamente justificaban con un certificado de haber sido ‘bien invertidos’. Estatuas, trajes, relojes, zapatos y audífonos, por ejemplo, estaban entre los gastos que esquilmaban al pueblo los multimillonarios salvapatrias. El ‘todo por la patria’ transmutado, por arte de birlibirloque, en ‘todo por la pasta’. Se supone, por cierto, que los audífonos eran de mala calidad y les impedían escuchar los gritos de aquellos a quienes torturaban. Bueno, algunos dirán que la alucinante herencia multimillonaria es un justo pago por la cantidad de enemigos de Dios y de la Patria que eliminó el cabeza de familia. Eso mismo pensaban los que el otro día hirieron gravemente a una niña de catorce años en los disturbios de Santiago de Chile alentados por el encarcelamiento de los pinochetitos. Que no se alarmen ni se pongan nerviosos: ya les han soltado. Y ellos, orgullosos y patriotas, enarbolan sus banderas.