Publicado en El Norte de Castilla el 29 de noviembre de 2007
Imagino que cuando la desgracia se convierte en acontecimiento habitual deja de ser noticia. Lo periódico invalida lo periodístico y, en base a ello, ciertos lugares malditos se hacen invisibles. Aunque un ciclón se lleve por delante a miles de personas. Las cifras ya ni nos interesan. Acaba de ocurrir en Bangladesh. Algunos estiman el número final de fallecidos en torno a los diez mil. Siete millones de personas han perdido sus casas y cosechas y, a muchos, no les llegan las ayudas y no tienen ni agua, ni comida, ni medicamentos. Las epidemias acechan con el cuchillo en la boca y se viven casos extremos de luchas violentas por un puñado de arroz. Sin embargo, Bangladesh no sale en ningún lado. Asusta el comprobar la poca relevancia informativa que en Occidente hemos otorgado a la tragedia. La comunidad internacional, con el fin de aliviar conciencias, ha prometido ya 140 millones de dólares. No es mucho. Sobre todo cuando dos tercios proceden de Arabia Saudí. Nosotros vivimos en otro mundo. Supongo que resulta comprensible la obsesión de la televisión por ofrecer historias alegres y bonitas. Los horarios de máxima audiencia se reservan para otras cosas y los telediarios para la política nacional y para el fútbol. A veces, la atención va y viene de forma cíclica sobre importantes acontecimientos. Últimamente la discusión catódica está centrada en lo perniciosos que resultan ciertos programas de testimonio convertidos en confesionarios públicos. El escándalo saltó hace días cuando un joven asesinó a Svetlana tras haber sido rechazado por ella en ‘El diario de Patricia’, inenarrable programa que protagoniza las tardes de Antena 3 desde hace seis años y por el que han pasado más de veinte mil personas poniendo en el escaparate su intimidad y contando, sin el más mínimo rubor (y sin cobrar), historias personalísimas de sus vidas y relaciones. La mayoría de las historias sólo provocan vergüenza ajena pero alguna traspasa todos los límites y acaba convirtiéndose en una bomba de efectos inmediatos. Svetlana no fue informada en ningún momento de la persona que se iba a encontrar en el programa. Hace meses, a otra mujer le ocurrió lo mismo. La invitaron al programa pero no le dijeron que allí le esperaba un novio cibernético, circunstancia que, claro, desconocía su marido. El tema terminó con la mujer apuñalada. Al asesino se le rebajó la pena por «arrebato y obcecación». El juez dictaminó que el despecho del maltratador se vuelve más terrible cuando la humillación se hace pública. El programa sirvió también para eso. Dejando a un lado estas tragedias, jamás podré entender ese pedacito de gloria que buscan muchos confesando sus intimidades en televisión. Sospecho que se trata de aquellos quince minutos de fama que Warhol prometió a todos los mortales. En la época de las televisiones y de Internet, cualquiera puede conseguir fama instantánea y fugaz. Más de 65.000 vídeos son colgados a diario en YouTube donde (conscientes de que sus 20 millones de espectadores sólo acostumbran a ver vídeos por debajo de tres minutos de duración) han decidido imponer un límite de diez minutos. En este mundo acelerado, los quince minutos de gloria prometidos por Warhol van encogiendo. No hay suficiente tiempo en el mundo. En Bangladesh ya no les regalan, siquiera, esos minutos de fama que, en su caso, vienen ataviados con vestido negro y guadaña.