Este es un disco mágico, más una plegaria o un acto de comunión, que un disco de rock, más una joya literaria que musical. La confirmación de que a Jim Morrison le interesaba mucho más la poesía que la música, que se parecía más a un chamán que una rock-star. Y es, en fin, una increíble sesión de espiritismo a la que asistimos todos hipnotizados. Siete años después de la muerte de Jim Morrison, los Doors restantes decidieron hacer algo imposible: volver a registrar un disco con él. La leyenda de que Jim no había muerto engordaba de manera progresiva. En realidad, recuperaron unas cintas de audio que Morrison había grabado el día de su 27 cumpleaños y en 1978 el resto de The Doors musicalizó los poemas existencialistas del Rey Lagarto. El resultado es alucinante. Por un lado la música sensual y desesperada compuesta para la ocasión por Manzarek, Krieger y Densmore, y por otro unas poesías abstractas, desgarradas, profanas, salvajes y apocalípticas donde nos encontramos con playas radiantes bajo frescas lunas enjoyadas, con parejas desnudas que corren por la orilla del mar, con ángeles y marineros, con vírgenes sangrantes, con abultadas y rollizas reinas obesas, con jodidos dependientes lascivos, con toda clase de monstruos calientes, con antiguos sátiros sabios, con chicas de pelo salvaje, con autostopistas asesinos, con toda la fauna y el mundo peculiar de Jim Morrison. “La ceremonia está a punto de comenzar, entra en el sueño caliente”, así empieza el disco. En el asistimos a una especie de película de su vida, empezando por el momento traumático en el que el niño Jim, con 4 años, ve unos indios esparcidos por la autopista sangrando, víctimas de un accidente. Y ve cómo sus almas entran en él, cómo los espíritus de aquellos indios atestan su frágil mente de cáscara de huevo. “¿Quién llamó a estos muertos a bailar”. El resto es pura provocación, poesía de 24 quilates, una desasosegante sensación de que la muerte rondaba a Morrison, de que vivía en una pesadilla, de que era un hombre de palabras más que un pájaro, alguien obsesionado con planear un asesinato o empezar una religión, un ateo doblemente divino, alguien que prefiere una fiesta de amigos a la familia, un colgado inmaculado. En el disco, además, hay un blues desgarrado cantado a medias con Krieger, hay una canción a capella que pone los pelos de punta, hay uno de los mejores temas de The Doors (“Ghost song”), hay una increíble versión en directo de “Roadhouse blues” (con los gritos enfervorizados de los fans y groupies al finalizar la canción) y hay un emotivo recuerdo a una de las músicas preferidas de Jim: el adagio de Albinoni. “Espero que quienes escuchen este álbum perciban que se trata de una experiencia única. No sirve para escuchar mientras se lavan los platos o se repara el coche. Hay que ponerlo y sentarse a escuchar. Requiere eso, sólo pide cuarenta minutos de tu tiempo, y si se lo dedicas nosotros te llevaremos a algún lugar donde quizá no has estado nunca”.