Por orden de mi amigo Ariel Conceiro, tengo que regresar a Miles Davis, el trompetista que bajó del cielo para regalarnos algunas de las músicas más puras, dramáticas, sensibles y maravillosas de todo el siglo XX. Un tipo que empezó con Charlie Parker y acabó tocando con Prince y que hizo de la revolución su particular forma de entender la música, tal vez porque empezó muy joven y nunca quiso ser viejo. Una de las etapas más fascinantes del fabuloso viaje de Miles se corresponde con la llamada “edad moderna”, protagonizada por un quinteto de ensueño, con Herbie Hancock al piano, Ron Carter al contrabajo, Tony Williams a la batería y George Coleman al saxo tenor (posteriormente sustituido por Wayne Shorter). La cumbre musical de este quinteto tuvo lugar con la grabación en directo el 12 de febrero de 1964, en el Lincoln Center de Nueva York, contenida en dos discos: “Four & More” para las piezas más rápidas y “My Funny Valentine” para las baladas. Dos directos inigualables que posiblemente marquen el final de la carrera clásica de Davis y que representan la quintaesencia del jazz. La trompeta de Miles Davis en plenitud, emblema de soledad y dramatismo, con un sonido declaradamente oscuro y blando aunque lo que escuchamos es de una salvaje fogosidad, de una dureza asomada al abismo. Miles Davis en su estado puro, con su característica e introspectiva elegancia, su pasión y fuego creativo, su característico swing, su lirismo introvertido y su musicalidad apabullante. Miles decía en los años ochenta que si tuviese que volver a tocar “My Funny Valentine” se mataría. Yo me mataría si no pudiera escuchar de vez en cuando las baladas lánguidas y los relatos tristes de amor que adornan “My Funny Valentine”.