Algunas canciones resultan imprescindibles, necesarias, inmortales. Se agarran a la glándula de la saudade y te pegan con ganas. Me recuerdo sentado en algún banco del barrio mientras llegaban los ecos de otros barrios en fiestas, con alguna orquesta de medio pelo tocando el “Europa” de Carlos Santana. Recuerdo un ruido estruendoso y mágico que llegaba a todos los rincones de la ciudad en la quietud y el silencio de una noche de verano, una noche de verano de hace muchos años. Y recuerdo la desoladora tristeza que me embargaba al sentir que mi chica estaba bailando Europa (o “Samba pa ti” o “Flor de luna”, a la que nosotros siempre llamábamos “Moonflower” porque quedaba más chic), agarradita, muy agarradita, con otro chico. Esa chica que me gustaba (aunque ella nunca lo supo) o esa otra chica que todavía no conocía (la conocería mucho más tarde). Seguro que ambas bailaban, agarraditas, muy agarraditas, con cualquier gilipollas chulito mientras yo escuchaba a lo lejos a Santana e intentaba, con mi guitarra acústica, reproducir alguna de sus notas. Entonces todavía pensaba que las canciones que sabía de Santana me podían ayudar a decir lo que no me atrevía a decir con las palabras. Y todo ello mientras seguía escuchando a lo lejos el eco de la orquesta y sentía que el verano se terminaba. Pinches recuerdos y jodido Santana.