Cuentan que Miles Davis conoció en 1957 a los intelectuales y a las estrellas francesas de moda, que se codeó con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, con Boris Vian y con su mujer, Juliette Greco. Cuentan que la maravillosa chanteuse existencialiste se enamoró perdidamente de él. También cuentan que un jovencísimo Louis Malle le encargó la banda sonora de su primer film, que Miles sólo pidió un piano y un proyector de cine en la habitación de su hotel para esbozar unas partituras, que en la noche del 4 al 5 de diciembre se reunió con un cuarteto francés en un edificio lúgubre y oscuro, que los músicos improvisaron durante ocho horas y que la mismísima Jeanne Moreau preparó un mini-bar y puso las pertinentes copas durante la mítica grabación. El resultado fue una de las bandas sonoras más trascendentales de toda la historia del cine. El fondo perfecto para la historia atormentada sobre los amores de una mujer y su amante y el soporte perfecto para una inolvidable historia con todos los maravillosos clichés del cine negro. Una banda sonora legendaria, oscura, insinuante, nocturna, seductora y mítica. Con ella y con Ariel Conceiro me marché a la Semana Negra. Por cierto, la última vez que vi al atormentado detective de libros paseaba por la Playa de Poniente mientras escuchaba, en su reproductor de mp3, la trompeta existencialista, poética y melancólica (en forma de balada, en forma de sordina) del ascensor para el cadalso que tan bién él conocía.