Su padrino fue Luchino Visconti y pasó la infancia rodeado de genios como Picasso o Hemingway.
Le lanzaron al estrellato con canciones-chicle a finales de los 70 pero supo dar un giro radical a su carrera en 1984, convirtiéndose con el tiempo en el único superviviente del apestoso “fenómeno fans”.
Miguel Bosé cambió su registro vocal y su imagen, transmutándose en un Bowie torero y cañí, en un Aladdin Sane ambiguo, de rostro maquillado y pelos encrespados. En un amante bandido, en un amante cautivo, en un amante canalla, en un cowboy glasé.
Siempre a la vanguardia de la moda, con Warhol trabajando en la portada de alguno de sus discos y Almodóvar en la recámara, con faldas y a lo loco, con look vampiro, extraterrestre y cha cha chá.
Especializado en conquistar sirenas, nunca ha parecido asustarle nada. Las letras de sus canciones, crípticas y oníricas, hablan de inquietantes tabúes, de bocas insaciables, de salamandras, de volteretas en las que perdemos el corazón y de poemas caídos de tus labios. No le importa asociarse con Nacho Vidal o mezclar a Garcilaso con Beethoven. A pesar de algunos discos experimentales y de un puñado de buenos temas, no ha conseguido que la gente le perdone que fuese Don Diablo. Y no me extraña.