He dedicado una buena parte del mes de septiembre a esnifarme las más de mil páginas de “El Conde de Montecristo”, la historia novelada más impactante jamás escrita, un libro fantástico, de esos que no se olvidan nunca, de los que te duele en el alma llegar a la última página, el libro, en fin, que yo recomendaría a todos los jóvenes como la más maravillosa de las iniciaciones a la lectura. Todos conocen la historia de Edmundo Dantés, el hombre al que le arrebataron todo y que regresó de la muerte para vengarse de aquellos que le habían destrozado la vida. Dantés, convertido en el omnipotente Conde de Montecristo, monta, escribe y dirige una inmensa obra de teatro donde interpreta todos los papeles protagonistas mientras los secundarios se convierten en marionetas que llevan a la perfección la venganza sin que el divino conde tenga que mancharse las manos de sangre. Los críticos con pretensiones de trascendencia descalifican “El Conde de Montecristo” tachándolo de folletín y novela de aventuras. Sin embargo, todos los escritores daríamos nuestra mano derecha por escribir un personaje de la complejidad y grandiosidad de Montecristo. El viejo Dumas, el mayor falsificador de la historia, el rey de los folletines, demuestra en esta novela ser también un grandísimo escritor, a la altura del mejor Balzac. “El Conde de Montecristo”, repleto de artificios y trampas, lo tiene todo: traición, amistad, fidelidad, justicia, ambiciones desmedidas, bandoleros, tesoros, avaricia, envidia, naufragios, mazmorras, ejecuciones, asesinatos, envenenamientos, suplantaciones de personalidad, catacumbas, contrabandistas, amores y desamores, fortunas adversas, ruindad, hipocresía, arribismo, corrupción, fugas espectaculares, bandidos que leen a Plutarco, disfraces, magistrados con cadáver enterrado en el jardín, sobornos, fiestas, banquetes y un aquelarre carnavalesco por el que deambula toda la sociedad francesa de