
En primavera, el amanecer. Cuando al insinuarse la luz sobre las colinas, los contornos se tiñen de un pálido rojo y purpúreos jirones de nubes flotan sobre las cimas. En verano, las noches. No sólo las de luna brillante sino también las oscuras, cuando las luciérnagas revolotean, y aun las de lluvia, tan bellas. En otoño, el atardecer. Cuando el sol resplandeciente se hunde cerca de la ladera de las colinas y los cuervos vuelven volando a sus nidos en grupos de tres o cuatro o de a dos; o las garzas en bandada se dispersan en el cielo distante. Cuando se oculta el sol, el corazón se conmueve con el sonido del viento y el zumbido de los insectos. En invierno, las mañanas. Por cierto bellas cuando ha caído nieve durante la noche, pero espléndidas también cuando el suelo está blanco por la escarcha.
(El libro de la almohada, Shei Shônagun)