Me preguntan por un disco de bossa nova. Podría citar decenas que rozan la obra maestra. Ninguno, de todas formas, como los dos conciertos que Vinicius de Moraes y Toquinho grabaron en La Fusa, el famoso café-concert de Mar del Plata. No tener este disco es directamente un pecado. Constituye uno de los mejores ejemplos del legado fastuoso que nos dejó el gran Vinicius de Moraes. Vinicius fue poeta, periodista, showman, artista bohemio e icono de la música brasileña pero él gustaba presentarse como el blanco más negro de Brasil. Tenía dos debilidades: las mujeres (se casó nueve veces) y el whisky, al que llamaba, el cachorro escocés. Presentaba en los teatros un espectáculo con música, conversación y la lectura de sus propias poesías, acompañado por un litro de whisky (del que daba buena cuenta antes de acabar el concierto) y por compañeros fieles como Toquinho. Sus actuaciones eran reposadas, tranquilas, bellas como un atardecer de Rio y estaban bendecidas por los grandes sambistas y por todas las mujeres lindas. Su voz era como un vals lento y súbito, levemente copacabanal. A veces ni siquiera cantaba, bailaba majestuosamente en esa mágica frontera del cantar y el encantar. Sabía enlazar sus dedos con los dedos de la niebla. Sabía apoyar su rostro en el rostro de la noche y escuchar sus palabras amorosas. Un día se le ocurrió grabar un LP en vivo que captara el calor del show y las reacciones del público. Como no deseaba perder calidad de sonido, decidió grabar en estudio las canciones y mezclarlas con el sonido ambiente de sus míticas actuaciones en la boite “La Fusa”, acompañado por Toquinho, Maria Creuza y Maria Bethania. Aquellos dos discos, grabados casi “en directo”, constituyen la quintaesencia de la bossa nova, 26 aterciopelados temas de grandiosa e hipnótica belleza. Una visita obligada a la casa de la saudade.