Era un templo de la cultura, un lugar mítico, un referente mágico, uno de los pocos sitios donde se podía tomar un café tranquilamente, charlar con los amigos y paladear actuaciones musicales de todo tipo. Para mí era, además, el sitio donde presenté mi última novela. Un caluroso día de julio del 2007, acompañado de amigos y de Miles Davis, ‘El Necronomicón nazi’ vio la luz y Ariel Conceiro se tomó una copa de Vega Sicilia en un rincón del lugar de tertulia, café y buena música más importante de la ciudad. Durante los últimos dieciocho años, el Café España nos había regalado una programación musical intensiva y exquisita: más de dos mil conciertos contemplan la historia del España y, con su cierre (intempestivo, traicionero y noctámbulo), desaparece de golpe un trocito muy importante de la historia musical de Pucela. Por su escenario pasaron algunos de los más importantes músicos del mundo del blues, del rock o del folk, gente de fuera y de dentro, cantautores reconocidos y también bandas locales que comenzaban su carrera. Los mejores flamenquitos pasearon su cante, su toque y su misterio por el Café España y en el Café España grabó Javier Krahe su disco en directo, ‘Querencias y extravíos’. Aunque, claro, siempre recordaremos el ciclo Jazz desde Valladolid que, organizado semanalmente, nos acercó a algunos de los más selectos jazzmen tanto españoles como internacionales. Todo queda en la memoria. No nos queda otro remedio. Como esos amores que se pierden y no se olvidan en la vida. Pocas cosas hay más cercanas a los recuerdos que el eco de una música evocadora, esa extraña pobladora de soledades que, mientras tomábamos un café, una cerveza o un whisky, nos descubría una frontera sonora desconocida por estos lares y situada en las antípodas de los 40 principales y excrecencias similares. En el Café España no oíamos la música, la veíamos. Como en un pase de magia perfectamente orquestado nos trasladábamos del provinciano Valladolid a la pecadora Nueva Orleans. Todo ello sin movernos de la vieja Plaza de la Fuente Dorada. El milagro del Cotton Club a las orillas del Pisuerga. Noches inolvidables, milagros nocturnos al calor del aroma de un buen café, mesas de mármol, evocación art-deco y espíritu centenario. Todo ello flotaba en el ambiente dentro de una peculiar liturgia que ya nunca volverá. Alguien dijo que «se cambia más fácilmente de religión que de café». Hoy el café amargo del Jazz con mayúsculas anda en busca de nuevos espacios. No sé de quién habrá sido la culpa de esta ejecución silenciosa pero lo único que parece evidente es que la ciudad se está apagando a nivel cultural. Tal vez dentro de unos meses, en el lugar del Café España se inaugure un apéndice de la vecina Caja de Ahorros, o abra sus puertas un nuevo Burger King, o las taquillas-reclamo del Valladolid Latino. Es el signo de los nuevos tiempos. Pucela se apaga culturalmente y nadie hace nada. Los locales cierran (hace bien poco el Harlem también nos abandonó) y la ciudad deja de oler a jazz y a milagros nocturnos con aroma a café. Aun así, la trompeta de Miles ya ha escupido un réquiem de agradecimiento y Valladolid no cierra. Aunque a algunos les gustaría.