Publicado en El Norte de Castilla el 30 de junio de 2009, en conmemoración del XXV aniversario del triunfo en la Copa de la Liga
¿Se imaginan que la delantera del Valladolid la formasen Agüero y Forlán? Pues bien, eso ya ocurrió en un tiempo. Durante dos temporadas, los estiletes del Pucela fueron el chileno Pato Yáñez y el uruguayo Polilla Da Silva, dos jugadores míticos de clase estratosférica que, entre otras muchas hazañas, consiguieron que en la temporada 83-84 el Valladolid ganase el primer y único título oficial de su historia y que nuestro Pucela de las entretelas jugase por primera vez en Europa.
La Copa de la Liga era una competición que se había sacado de la manga el presidente del Barça (según las malas lenguas para ver si su club ganaba por fin algo) y que tuvo únicamente cuatro ediciones. El Valladolid ganó una, el Real Madrid ganó otra y el Barcelona ganó las dos restantes. Tres equipos galácticos en un palmarés único. Y una edición, la del año 1984, que ha quedado marcada a sangre y fuego en el corazón de miles de vallisoletanos.
En eliminatorias complicadísimas que se habían puesto cuesta arriba y que había ido que ir levantando heroicamente, el Valladolid había dejado en la cuneta al Zaragoza, al Sevilla y al Betis. Se había convertido en el rey de las prórrogas y de las remontadas. Con un mes de junio enardecido, de partidos cada cuatro días, sol en cuarto menguante y noches de pasión, la final contra el Atlético de Madrid se presentaba como una ocasión única para pisar Europa. Además, el partido de ida se había saldado con un esperanzador empate a cero. Era la noche del 30 de junio de 1984. Las estrellas brillaban de otra forma, la luna sonreía y yo era joven, feliz y despreocupado. Estaba dispuesto a comerme la vida a bocados. Tenía 20 años, una chica preciosa me acompañaba (iba por primera vez al fútbol y gritó y lloró de emoción más que nadie durante el partido) y mi sangre era ya blanquivioleta. Me habían dejado un destartalado R-12 ranchera para subir al estadio, di un beso a mi madre en la Cafetería Dakota, cogí a mi chica de la mano y nos montamos en el coche. Cuando llegamos, el estadio se había convertido en una olla a presión, el cielo era de color morado y don Juan Tenorio y José Zorrilla se habían hecho socios del Pucela. La noche llegaba vestida de promesas memorables y de retos homéricos que estábamos dispuestos a superar. Allí estaban, en el césped, once futbolistas que todavía no sabían que iban a hacer historia. Gente de siempre como Gail, Jorge o Moré; imprescindibles y necesarios jugadores de equipo como Aracil, Navajas o López; Eusebio, un chaval de La Seca que comenzaba a maravillar a propios y extraños; un perro de presa como el gallego Richard merendándose con patatas a Hugo Sánchez. Estaban nuestras estrellas galácticas, el Polilla Da Silva, que acababa de proclamarse Pichichi de la Liga, y el Pato Yáñez, capaz de desesperar a todas las defensas del mundo con su habilidad y su portentosa velocidad. Y luego estaba, bajo los palos, el Loco Fenoy, el portero más carismático de la historia del Real Valladolid, un tarado entrañable capaz de mezclar paradas portentosas con cientos de anécdotas. Tiraba penalties, besaba los postes cuando el balón golpeaba sobre ellos, salía detrás de algún compañero para recriminarle cualquier acción, discutía con los recogepelotas mientras perdía tiempo o desenfundaba teatralmente unas imaginarias pistolas cuando los disparos contrarios iban muy por encima del arco. Todos ellos habían sido protagonistas en la competición de los milagros y estaban a punto de firmar una noche épica en Zorrilla. Un 1984 orwelliano de alma blanquivioleta.
El partido terminó con empate a cero y con el Loco Fenoy convertido en héroe y arengando a sus compañeros desde la portería. Fue el preludio del éxtasis. La prórroga se convirtió en un Vega Sicilia portentoso. Fortes y Minguela saltaron al césped, revolucionaron el encuentro y el Pucela comenzó a emborracharse de fútbol. Primero llegó el gol de Votava en propia puerta, luego el ratonil gol de Fortes y, finalmente, Minguela coronó la goleada poniendo el broche de oro a una hazaña que treinta mil almas coreaban al grito de Pucela, Pucela. Cuando el colegiado dio el pitido final, la gente comenzó a volverse loca, a abrazarse, a gritar, a llorar. Luego vinieron las celebraciones sobre el mismo césped, Moré levantando la Copa de Campeones, los jugadores dando la vuelta al campo y todo el público, sin moverse de su localidad, anestesiado por la felicidad. Fue el comienzo de otra fiesta, aquella que protagonizamos bajando por la cuesta del Estadio agitando banderas y haciendo sonar el claxon. Una procesión de alborozo desmedido se introdujo en las venas de la ciudad, un concierto de bocinas arañó la cálida noche de verano y un aquelarre de bufandas pucelanas contagió de alegría a todos los vallisoletanos. Aquella noche hicimos historia y explosión. Como en un cuento de hadas. Y Fenoy, Moré, Da Silva, Yáñez, Eusebio, Fortes, Gail y todos los demás se metieron de lleno en el álbum de nuestra vida. Porque hay noches filibusteras repletas de candorosos dragones. Hay noches en las que se llora a los amores perdidos. Hay noches con olor a lavanda y a café. Hay noches en las que aúllan vientos que enardecen los recuerdos. Hay noches en las que salen de fiesta los dioses y el arco iris. Y luego está la noche blanquivioleta del 30 de junio de 1984.