Publicado en El Norte de Castilla el 4 de febrero de 2010
Eric Rohmer murió hace casi un mes y apenas se enteró nadie. Con un buen puñado de obras maestras orquestadas en ciclos (Cuentos Morales, Comedias y Proverbios, Cuentos de las Cuatro Estaciones), el cineasta que debe su nombre al padre de Fu Manchú cuenta entre sus películas más recordadas con una joya de espíritu amateur y alma existencialista que me volvió loco la primera vez que la vi: una de esas raras películas que llegan al alma y que se queda allí para siempre. Se titula “El rayo verde” y está inspirada en la novela más romántica escrita por Julio Verne. En ella pone voz a una leyenda según la cual cuando dos personas ven a la vez el rayo verde (el fenómeno óptico que en contadas ocasiones aparece en el momento en el que el sol desaparece en el horizonte del mar) descubren juntos el amor verdadero. Se trata, tal vez, de la apuesta más radical de Rohmer por conciliar la ficción y el documental. Para ello filmó todo el material con una cámara de
Adoro esta pequeña joya. Tal vez porque me sirvió para conquistar a una preciosa chica en Francia. Recuerdo escribir un trabajo sobre Rohmer como ofrenda de amor y también como pago de mi estancia en su casa. Poco después asistimos juntos al estreno de la última película del genio francés. Era “El rayo verde”. ¡Y lo vimos juntos! (Curiosamente bastantes años más tarde volví a ver la película y ni rastro del rayo verde). Ese hallazgo final del rayo verde es, por lo que representa, el mejor plano de la historia del cine. Dicen que la melancolía es el ánimo negro. Y que la melancolía se presupone eterna. La melancolía negra frente al rayo verde. La melancolía eterna y el rayo fugaz, casi invisible, casi siempre imposible de ver. Aquel evangelio de soledad rodado por Rohmer se transformó románticamente en un viaje iniciático hacia la luz. Y eso, en fin, es la vida: la búsqueda de nuestro particular rayo verde.