Escucha, Cicely, ¿puedes oirla? Es la dulce cantata de la primavera. Las briznas de hierba que pugnan entre las nieves, la canción de los brotes en los sarmientos, la tierna sinfonía de un petirrojo recién nacido. Prosiguiendo con nuestra vigilancia de los osos, Maggie O’Connell vio a un merodeador ursino frente a su casa. Primavera, primavera, primavera. Naturalmente los pensamientos de este joven vuestro se vuelven hacia la muerte, no como final, tal y como la ven los demás, sino hacia la muerte en un sentido cíclico: las mareas altas y bajas, el alba y el anochecer…, ese tipo de cosas. Los osos, en quienes todos pensamos últimamente. Ellos lo saben todo, con sus hibernaciones casi mortales en los sepulcros de sus cavernas heridas por un despertar y un renacer. Excusez-moi. Muerte y resurrección, algo que los osos y las deidades tienen en común. A decir verdad, en muchas culturas a los osos se les consideraba dioses. Unos sesenta mil años atrás. Mucho antes de Mitra, antes de la zarza ardiente, de Cristo y de Buda. ¿Ante quiénes creíais que se postraban nuestros hermanos del Neolítico? Osos. Tapad los cubos, amigos, andan por ahí.