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Vicente Álvarez

EL FARO DE AQUALUNG

RELATOS POLICIACOS CON DENOMINACIÓN DE ORIGEN

Publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento cultural de “El Norte de Castilla”, el 11 de junio de 2011

Chesterton ha pasado a la historia por crear al peculiar y entrañable padre Brown, el pequeño sacerdote de cara redonda y embotada como un buñuelo de Norkolfk que paseó su ingenio y su sotana por una maravillosa saga que forma parte de la mitología de varias generaciones. El recorrido de Chesterton, sin embargo, fue mucho más prolijo y memorable. Borges nos lo enseñó bien. El maestro argentino sostenía que Chesterton podría haber llegado a ser Kafka aunque prefirió ser feliz. También afirmó que el porvenir seguiría leyendo los relatos del padre Brown incluso cuando el género policial hubiese muerto. Chesterton nunca pensó en la muerte del género. Al contrario, se esforzó en reivindicar un género que, en su época (y las cosas al respecto no han cambiado mucho), era abiertamente denostado. Por entonces se ponía al relato detectivesco a la altura de la literatura juvenil y de las novelas de quiosco para adultos. Todas ellas eran consideradas vulgares, indignas, abominables. Durante sus últimos treinta años, Chesterton escribió un buen puñado de artículos y ensayos para reivindicar el género que tanto amaba. Todos ellos han sido recogidos por la editorial Acantilado en un imprescindible volumen titulado “Cómo escribir relatos policíacos”. Con su particular y certero bisturí, el escritor inglés disecciona el nuevo y emergente género. Habla de Poe, de Conan Doyle, de Gaston Leroux y de muchos más escritores policíacos, pide una estatua para Sherlock Holmes en Londres y nos regala impagables lecciones al respecto. Chesterton estaba convencido, por ejemplo, de que las novelas de detectives constituían la única forma de literatura popular en que podía expresarse la poesía de la vida moderna. De hecho, los únicos relatos modernos que, según él, podían calificarse de morales eran los relatos de crímenes. Las enseñanzas chestertonianas del volumen editado por Acantilado se escurren de las páginas como pepitas de oro. Con Chesterton aprendemos que cualquiera puede fingir que es sabio, pero no que es ingenioso; o que el asesino siempre comete algún error mientras que el escritor de relatos policíacos comente seis o siete; o que el relato detectivesco es una paradoja ya que el verdadero lector no sólo desea que le engañen sino incluso ser crédulo. Con el juego hemos topado. Nos mueve, nos motiva, nos sacude la emoción por el desenlace y la fascinación por el acertijo. De hecho, la primera norma del escritor policíaco es ocultarle el secreto al lector. Por eso la novela de detectives es un drama de máscaras y no de rostros. No nos interesan los rostros reales de los personajes sino la máscara tras la que se disfrazan. Es por ello que las buenas novelas policiacas están escritas con la precisión de un mecanismo de relojería. Su pasión es tal por el género que teme el desdén de los escritores modernos por la existencia del crimen. Algo fatídico ya que “la literatura se volverá más aburrida que nunca”. Y, para terminar, sentencia algo que me grabo desde ya a sangre y fuego: “Si alguien quiere decir que mis gustos son vulgares, poco artísticos y analfabetos, sólo puedo responder que me alegra ser tan vulgar como Poe, tan poco artístico como Stevenson y tan analfabeto como Andrew Lang”.

Chesterton no leyó a Francisco García Pavón pero estoy seguro de que le habría incluido en esa trilogía salvadora. Es una lástima que las nuevas generaciones no conozcan a Plinio. Afortunadamente, la ejemplar editorial Rey Lear se ha propuesto recuperar las andanzas de nuestro Sherlock Holmes manchego (¿o tal vez debería de decir de nuestro padre Brown manchego?). “El hospital de los dormidos” es, precisamente, la última novela protagonizada por el jefe de la policía local de Tomelloso y por su inseparable y particular doctor Watson, el veterinario (nótese la ironía) Don Lotario. Treinta años después de su publicación vuelve a estar en las librerías. La excusa perfecta para sumergirse en el universo propio que envuelve a la ya mítica figura de Plinio. Las andanzas del héroe tomellosero se desarrollan en su mayoría durante la dictadura franquista. Hay que reseñar, sin embargo, que los primeros plinios transcurren en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera y el último en plena Transición. En “El hospital de los dormidos” asistimos al declive de Plinio, un Plinio con poco trabajo por culpa de la competencia de la Policía Nacional, un Plinio superado por los cambios, por la edad y por la melancolía (“cuando pasan los años recordamos que en cada calle del pueblo nos quedó un capitulillo de nuestra vida”), un Plinio taciturno y deprimido al que Lotario se encarga, en la medida de lo posible, de animar. Se mantiene, eso sí, la fiesta del lenguaje, el recuerdo cervantino, el humor, el vocabulario autóctono, el estilo ingenioso, el verbo de artesano. Poco importa en la novela por qué aparecen hombres dormidos profundamente que, al despertar, no recuerdan nada. Plinio nos enseña que puede ser más interesante saber por qué se duerme un tío que por qué lo matan. En esta obra melancólica y elegíaca, protagonizada por un Plinio crepuscular, las referencias son constantes al inexorable paso de los años y a la decadencia de un mundo rural en el que la gente se pañuelea el sudor y mata el tiempo boineando en la glorieta de la plaza, haciéndole corro al aire y echando bostezos a los árboles. Todo ello aderezado con un amplísimo catálogo de locuras y fauna tomellosera: un filósofo, una paridora de suspiros, una santurrona que duerme con los brazos en cruz por si se le acerca un mosquito perverso, putidoncellas que después del acto le echan al cliente agua en el berbiquí, el recuerdo de un tomellosero que se mató de un ronquido y, sobre todo, Plinio en casas públicas (o prohibidas, o de la liga, o de las puticaras, o de las ingles, hostales del pito, cuartel de colchones) buscando a una embandolinada con culo de trapecio. Lo dicho, la fiesta del lenguaje. Chesterton y Plinio, en fin, aliados por las cosas de los calendarios editoriales. Llegados a este punto sólo faltaría una cosa: que el padre Brown fuese oriundo de Tomelloso. Yo no lo descartaría.

Sobre el autor

Escribe novelas y cosas así. Sus detractores dicen que los millones de libros que ha vendido se deben a su cara bonita y a su cuerpo escultural. Y no les falta razón. www.vicentealvarez.com


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