Publicado en El Norte de Castilla el 23 de marzo de 2012

Mientras todos nos preparamos para desembarcar en el mundo digital, mientras nos vamos familiarizando con el callejón de bits por donde se desarrollará nuestra existencia, mientras asumimos que no podemos luchar contra el futuro, la vieja guardia no lanza la toalla. Los editores tradicionales y las librerías que nos hicieron soñar con la isla del tesoro siguen enfrentándose al dragón, invitan a autores, nos los traen a casa y consiguen que poetas y novelistas reclamen una pequeña parte del pastel de la fama y del reconocimiento que hoy en día acaparan futbolistas y gañanes de realities. Valladolid, gracias al entusiasmo y al trabajo de unos cuantos libreros, se ha convertido en una plaza muy activa en eso de recibir a escritores. El último en recalar por estos lares para subirse al árbol de las letras ha sido Carlos Zanón. Hablan de él como de una de las últimas sensaciones del mercado editorial. En la pasada Semana Negra de Barcelona fue uno de los grandes triunfadores. Hace parada en El árbol de las letras para hablarnos de “No llames a casa”, su última novela, un prodigioso y turbio artefacto que me ha tenido agarrado de los coquitos durante los últimos días. Los personajes con los que he compartido confidencias todavía me despiertan por la noche. Sus vidas dolorosamente rotas en pedazos me miran a los ojos mientras me afeito por las mañanas. Ellos me han enseñado muchas cosas. Que no es bueno, aunque demasiadas veces resulta inevitable, enamorarse de alguien que lleva la palabra ruina escrita en el rostro. Que nuestra vida es un western que no tiene guión la mayor parte del tiempo. Que todos somos alguien que un día se enamoró de otra mujer. Que aunque el sol pinte calabazas de Halloween entre los edificios, vivimos dentro de un laberinto de ratones ciegos. Que el miedo, y sólo el miedo, hace que intentemos recomponer el espejo roto. Que a menudo, cuando estamos solos en el silencio de la noche, nos damos cuenta de que los dados no nos han sonreído. Que nosotros somos nuestros pecados. Que a veces es más fácil, en fin, matar que decir la verdad.