“Akiosaha estaba solo en su templo futurista. Tenía entre sus manos un cuenco del que bebía a pequeños sorbos. El silencio cortaba como un cuchillo. Ni siquiera los ventiladores de los numerosos equipos informáticos hacían ruido. Como si Akiosaha se hubiese convertido en un domador de fieras y hubiese dado descanso a las máquinas. En cierta ocasión, el larguirucho Buda me comentó que el silencio no era la ausencia de ruido sino la ausencia de ego”.
El murciélago y el infierno (pág. 124), amazon.es