Publicado en El Norte de Castilla el 8 de marzo de 2013
Le entrevistan como si fuera una rocanrol-star. Es Hans-Werner Sinn, economista estrella, mano derecha de Merkel y presidente del think-tank IFO, que parece un grupo musical para adolescentes aunque es más bien una fábrica de hemorroides. Los niños alemanes coleccionan cromos de economistas. Sinn es el puto jefe. Nadie parece echar de menos los cromos del Káiser Beckenbauer. Entrevistan al mayor defensor de las políticas de austeridad del planeta como si fuese Goethe. En algo se parecen. Cuando se publicó “Werther”, la obra maestra del Romanticismo, se produjo en efecto contagio y muchos alemanes se suicidaron por amor. Ahora, con las recomendaciones y presiones de Herr Sinn, se suicidan ciudadanos de la Europa del Sur. Cosas de la globalización. Y, por supuesto, no lo hacen por amor.
La última perla de este tipo y sus colegas de la troika de Bruselas es exigir a España más impuestos, nuevos recortes, que se retrase la edad de jubilación y una reforma laboral más ambiciosa. Leña al mono. ¡Más madera! Lo peor es que obedeceremos como corderitos. Basta con escuchar a Montoro decir que no lo harán para que ocurra todo lo contrario. Herr Sinn augura una década de austeridad. Moderación salarial, dicen estos esclavistas modernos. Al fin y al cabo, están haciendo lo que se ha hecho toda la vida con los países pobres: se les presta dinero a sabiendas de que nunca lo podrán devolver y luego se les cobra en especie. En el sur de Europa, además, con el agravante de haber hecho la vista gorda en materia de corrupción y despilfarro. Acabarán consiguiendo lo que buscan: mano de obra barata y un paraíso precioso y económico para sus vacaciones. Ya no vale con decirles que están tocándonos las pelotas por encima de sus posibilidades, o que se dediquen (tanto Herr Sinn como los que le aplauden) a identificar a su verdadero padre, o que se metan directamente una granada de fragmentación por el orto. Ahora, desde las barricadas de la desesperación, hay gente que comienza a alegrarse. Al fin y al cabo, esta forma de apretar las tuercas al pueblo sólo puede conducirnos a la revolución.