“Yo estaba harto de aquel juego. Llevaba días mirándome las manos como si no fueran las mías, con la mente en otra parte, recordando involuntariamente desbarros del pasado, pesadillas que creía olvidadas. La conciencia me giraba una factura. El consigliere interpretó mal mi incomodo y torció el gesto. Se inclinó y abrió con llave un cajón bajo y sacó una carpeta.
– Contén las tentaciones, Adam. Todo está bien atado; no llegarías ni a San Bernardino -la arrojó sobre la mesa, pero no me hacía falta abrirla-. Tan sencillo como elegir un trono en vez de la silla eléctrica…
En 1993 yo le habría pegado un tiro. Y antes de que su cabeza tocara el suelo, me habría esfumado”.
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