Publicado en El Norte de Castilla el 23 de enero de 2015
La editorial Darkland acaba de rescatar una de las mejores colecciones de aventuras que jamás se haya escrito y que durante muchos años encendió la imaginación de cientos de miles de lectores. Hablamos de una monumental saga de novelas llena de personajes memorables que gravitan alrededor de la figura de Carlos Lezama, el Pirata Negro. Un escenario magnético (el del mar Caribe repleto de piratas) servía de punto de partida a unas aventuras escritas, a pesar del frenético ritmo de entrega, con una prosa muy cuidada: un lenguaje entre shakesperiano y valleinclanesco pasado, eso sí, por la túrmix del Stevenson más burlón y aventurero. Subirnos a bordo del Aquilón y experimentar de nuevo el escalofrío de una lectura magnética, el torrencial placer que sólo se siente en las lecturas de juventud, no tiene precio. La culpa es de un pirata arrogante, valeroso, apuesto, adulador y con una verborrea y un sentido de la justicia superlativos. También un sentimental al que la mordedura de la pasión convierte, por culpa de la hermosa aristócrata y corsaria Jacqueline de Brest, en un hombre con debilidades. Aquellas aventuras las firmó Arnaldo Visconti, seudónimo tras el que se escondía un escritor fascinante, Pedro Víctor Debrigode, quien también firmó otras muchas series como Capitán Pantera, El Halcón, Diego Montes, o la que para muchos es su obra de más calidad, El galante aventurero. Posteriormente, Debrigode entró en el universo de la editorial Bruguera y se convirtió en uno de sus autores fetiche, empleando varios seudónimos (destacando sobre todo el de Peter Debry) y erigiéndose, de paso, en uno de los padres de la novela negra de nuestro país. Debrigode era culto, políglota, nocherniego, pícaro y gran viajero. Llevaba siempre varios relojes porque, como escribía varias novelas a la vez y los protagonistas podían estar en cualquier lugar del mundo, quería saber la hora que era en cada uno de los escenarios. Le gustaba el juego (carreras de caballos, frontón, póquer, quinielas) y era un fanático del cine, del ajedrez y del boxeo. Llegó a tener como mascota una mona de Madagascar y fue el artífice de una obra descomunal de más de mil títulos (en muchos casos de una calidad más que sobresaliente a pesar de tener que entregar al editor varias novelas al mes). Dueño de una imaginación portentosa y de un lenguaje exquisito, cuenta la leyenda que llegó a dictar de memoria y en ocho horas una novela por teléfono al linotipista. Cuando se lo comentaban, él se indignaba y decía que eso era falso: “No fue en ocho horas, fue en seis horas”. Lo dicho, un auténtico genio al que ahora podemos reivindicar gracias a las cuatro primeras novelas de El Pirata Negro que ha editado Darkland en un primoroso volumen. Hace cien años que nació Debrigode. Es, sin duda, uno de los más fascinantes escritores del siglo XX. No le busquen en ningún manual de historia de la literatura.