Publicado en El Norte de Castilla el 8 de mayo de 2015
Pocas veces el calificativo de genio puede resultar más apropiado. Eso era Orson Welles. Un joven prodigioso y maldito con media sonrisa de canalla que puso patas arriba el mundo del cine cuando, con apenas 25 años, rodó “Ciudadano Kane”. Un mago del montaje, un alquimista que rodaba en salvaje blanco y negro, un tipo loco que torcía la cámara en ángulos imposibles. Alguien que nos dejó algunos de los personajes más memorables de toda la historia del cine: desde el temible y trágico Kane hasta el pantagruélico Falfstaff de “Campanadas a medianoche”, pasando por el escalofriante y derrotado Hank Quinlan de “Sed de mal” o el marinero escéptico que se enamora de quien no debe en “La dama de Shangai”. Orson Welles, con su aparatosidad formal, con sus escenografías expresionistas, con su preciosista caligrafía cinematográfica forma parte de nuestra memoria sentimental. Recordamos a Anthony Perkins moviéndose entre los decorados enormes de “El proceso”; y la música de Anton Karas, la noria y las cloacas de “El tercer hombre”; y el teatro chino, el acuario y el laberinto de espejos de “La dama de Sanghai”; y el enigmático Rosebud transmutado en la infancia perdida de “Ciudadano Kane”; y el plano secuencia de arranque de “Sed de mal” que pone lirismo y alcohol a una turbia crónica de corrupción policial; y, por supuesto, ese baile de máscaras en el Museo de Escultura de Valladolid con un enigmático y escalofriante Mr. Arkadin contándonos la fábula del escorpión y la rana. Añoramos al Welles existencialista que sabía dominar las catástrofes, al hombre que hizo de su vida un engaño pretendiendo crear la realidad desde la ilusión, al que usó tantos nombres que acabó olvidando el suyo, al que nos enseñó que una sombra inmóvil anuncia la llegada de la muerte, al hombre que utilizó la cámara como el ojo en el corazón del poeta, al genio que fue una pura contradicción, al filisteo y al esteta que vivían dentro de él, al asesino y al santo, a la oronda contradicción con piernas y habano en la boca que fue Orson Welles. Y es que en estos cien años todos hemos querido jugar alguna vez a ser Orson Welles.