Publicado en El Norte de Castilla el 4 de diciembre de 2015
Me llegan fotos de una fantástica exposición que acaba de ser inaugurada en México. Está dedicada a Kalimán, tal vez el héroe más popular del tebeo mexicano. Empezó siendo un programa de radio y acabó editándose semanalmente durante 26 años alcanzando la friolera de 1.300 números. Varias generaciones de mexicanos crecieron con las aventuras de este descendiente de los faraones. En México, como en cualquier país serio y civilizado, respetan a sus héroes populares. ¡Qué envidia! Aquí algo así es impensable. Podríamos hablar de Asterix, de Tintin, o de cientos y cientos de auténticos iconos pop que forman parte de la memoria sentimental de casi todos los países con memoria que en este planeta existen. Lo de la memoria no se lleva mucho en España. Y lo del reconocimiento popular menos todavía. En el caso de dibujantes de tebeos, ya mejor ni hablar. Cuando en esta coctelera aparece una ciudad tan displicente con los suyos como es Valladolid, entonces la ecuación del olvido resulta desoladora. Hace unos días se supo que volvía El Guerrero del Antifaz, probablemente el héroe popular más memorable del país junto a El Capitán Trueno. Ni a uno ni a otro se les ha hecho justicia a pesar de formar parte del imaginario colectivo de unas cuantas generaciones de españolitos. En cualquier otro país, desde luego, serían auténticas glorias nacionales pero aquí nos enrocamos en el olvido. Y si el olvido siempre es reprochable, alcanza la categoría de obsceno al saber que el creador de El Guerrero del Antifaz era vallisoletano. Manuel Gago llenó de color una España en blanco y negro alcanzando tiradas semanales de cientos de miles de ejemplares y llenando de sueños y aventuras la vida gris de millones de españoles. Nadie se lo ha reconocido. Y menos su ciudad natal. Ni siquiera tiene dedicada una calle aunque sí que la tiene en otras ciudades. Somos así. Desmemoriados y crueles con lo nuestro. No se dan cuenta de que somos nuestra memoria, el montón de espejos rotos del que hablaba Borges. Y aunque la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados, duele el desprecio y el olvido.