Este título del siempre estimulante Juan Ramón Biedma es mucho más que un pastiche sherlockiano. Me recuerda a otra joya del universo Holmes, “Retorno a Baskerville Hall”, donde Javier Casis nos llevaba de vuelta a Baskerville para recuperar a todos los antiguos personajes que protagonizaron “El sabueso de los Baskerville” veinte años atrás. El juego que nos propone Biedma no es menos atractivo. En este caso, completando y enriqueciendo uno de los relatos más memorables de Conan Doyle, “El problema final”, y con ello descubriendo los pliegues ocultos de lo que ocurrió durante los días anteriores al terrible desenlace de las cataratas de Reichenbach. Gracias a ello, ahora sabremos muchas más cosas de Moriarty…
Estamos en 1891 y una oleada de secuestros de niñas, algunas de ellas relacionadas con las primeras personalidades políticas, resulta ser sólo un signo más de la cadena de acontecimientos que amenaza con el desplome del país más importante del mundo. Una de esas niñas desaparecidas es hija de Rambalda, la mujer que destrozó la vida de Cox, un antiguo profesor de Filosofía del Derecho que ahora sobrevive asaltando sepulturas. Este revientacadáveres es el personaje clave de la novela y junto a él asistiremos a un particular descenso a los infiernos que nos llevará por los suburbios más míseros de Londres, por el East End, por Whitechapel, por Limehouse, hasta desembocar en el terrible Jardín Zoológico de Aclimatación Hagenbeck, donde conviven en condiciones penosas nativos de otros países traídos a Inglaterra para disfrute de las clases poderosas. Porque finalmente, y éste es el mayor acierto de esta fantástica novela, el gran protagonista de “Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado” (enigmático y espléndido título tomado de un verso de Oscar Wilde) es Londres, un Londres tenebroso y gótico, dantesco y neblinoso, un Londres que se palpa y se vive en cada página, incluidos sus muertos azules falleciendo por el efecto de la niebla asesina… “Tiene la sensación de estar adentrándose en lo más infecto de aquella ciudad. Siente el sabor metálico sucio del barro, de la calle, del hollín que lo impregna todo, como si procediera de un horno oculto en el corazón de Londres, alimentado por sus vísceras corruptas, que lo estuviera consumiendo poco a poco. Se limpia la humedad del rostro y tuerce una esquina que la deja en otra calle que tampoco conoce”.