Publicado en El Norte de Castilla el 15 de abril de 2016

Una de las cosas que llama más la atención cuando saltan casos de corrupción y de choriceo variado es que muchos de los que son pillados con el carrito de los helados no se han cansado de darnos lecciones de dignidad y honradez desde distintos púlpitos catódicos. El último caso lo ha protagonizado Mario Conde, que ha vuelto a ser detenido acusado de ocho delitos contra la Hacienda Pública, a los que se suman los de blanqueo de capitales, organización criminal y frustración de la ejecución. El antiguo icono de la España del pelotazo llevaba tiempo soltando lecciones de valores y decencia en canales del TDT Party. El hombre que llegó a decir que era un hortera el que no tuviese una cuenta en Suiza ahora impartía clases sobre paraísos fiscales y acusaba de cinismo a los que se indignaban con su existencia. Ya Mario Conde se permitió, en su discurso de investidura de doctor honoris causa, hablar de la ética de la solidaridad y de equilibrar la riqueza para integrar a los desintegrados. Las ganas de dar lecciones morales le venían de lejos. Alguien debería de decir a todos estos salvapatrias que se dan golpes en el pecho apelando a la lealtad a España que a los verdaderos patriotas se les ve en la declaración de la renta, así que menos lecciones de honradez, sobre todo viniendo de ellos. El caso de Mario Conde nos recuerda otros muchos como el de Francisco Granados, otro tipo que se jactaba de ser “trigo limpio” y gritaba por las televisiones que había que sacar del país a los sinvergüenzas corruptos. Y en todos ellos nos llama la atención, casi más que sus actuaciones delictivas, la desvergüenza que se gastaban mientras se escandalizaban e indignaban con los casos de corrupción que se iban dando. Tal vez todo tenga que ver con la chulería y prepotencia de aquel que siempre se ha considerado intocable. De ahí que nos traten como gilipollas. De ahí que se rían de nosotros mientras roban. Cuando tiramos de hemeroteca y les vemos en declaraciones antiguas nos damos cuenta de lo buenos actores que son aunque, pensándolo bien, el problema quizá sea que nosotros somos espectadores demasiado indulgentes.